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Antonio Papell

Modos de oposición

Nuestra joven democracia nació cuando todavía competían grandes utopías ideológicas, aunque la colectivista estaba a punto de desmoronarse definitivamente (no pudo resistir a su propio fracaso material, incapaz de conseguir la mínima eficiencia) y la democrática iba a caer pronto en las garras del neoliberalismo ultraliberal de Thatcher y Reagan. En aquel entonces, la gran disputa –en el sentido etimológico del término- versaba sobre «modelos de sociedad», y el centro derecha y el centro izquierda elaboraban programas antagónicos.

Hoy, a pesar de la fuerte nivelación ideológica que ha producido el fin del modelo colectivista, todavía existen, faltaría más, una derecha y una izquierda, supervivientes del fin de la historia, que se distinguen sobre todo en la estética, en los valores y en la sensibilidad, pero que coinciden en la práctica en un núcleo central de creencias. Alemania nos ofrece un modelo de ello: la «gran coalición» ha dado paso a una coalición de izquierdas y no habrá ni virajes ni mudanzas pronunciadas. En los países maduros, la derecha y la izquierda mantienen signos de identidad diferentes, pero también existe una amplia zona de consenso que confiere seguridad y estabilidad a los países.

Aquí, la formación en 2020 de una coalición de izquierdas para gobernar el país, que nada tiene de extremada (basta leer el templado acuerdo PSOE-UP para constatarlo), ha generado unas tensiones estrepitosas que no tienen demasiado sentido. Es evidente que la confrontación no proviene de diferencias de criterio sino del simple afán de provocarla sistemáticamente para desgastar al adversario.

Uno de los casos curiosos que generan estupor es el de la reforma laboral, en que el Gobierno, en un alarde de moderación, ha renunciado a imponer su propio modelo en aras de un pacto social que finalmente se ha conseguido. Se combina la preexistente flexibilidad con la recuperación de una serie derechos laborales que los trabajadores habían perdido. Así lo ven los empresarios y los trabajadores. Pero no solo: también aplaude la reforma la exministra de Trabajo con Rajoy, Fátima Báñez, autora de la versión que ahora se reforma. Y asimismo piensa que el pacto conseguido es meritorio FAES, la Fundación del PP que recoge el pensamiento de Aznar. Sin embargo, Casado, irreductible, mantiene su negativa a votar afirmativamente a la norma, con lo cual arroja al PSOE a los brazos de los más radicales de la Cámara Baja y devalúa un pacto que a todos nos beneficia porque va en la dirección adecuada.

Es cierto que el Partido Popular es víctima del surgimiento de Vox (de la misma manera que el PSOE lo es de Podemos, aunque en un sentido diferente), que ha supuesto un endurecimiento del discurso y hasta del lenguaje. Los vociferantes miembros de la extrema derecha se han apresurado a señalar al actual gobierno con el apelativo improcedente de «frente popular», con las connotaciones oscuras que tiene este concepto de la Guerra Civil, y el PP se ha visto obligado a demostrar su conservador encendimiento frente a la izquierda, como hacían las hordas franquistas, para no parece ambiguo o débil.

El error craso del PP ha sido acceder a esta competición, ya que quien no sea moderado y opte por la visceralidad siempre preferirá la genuina protesta de Vox a la apocada estridencia del Partido Popular. De modo que la supervivencia de los populares pasa por atraerse a todas las capas templadas del centro derecha y en ocupar el mayor tramo posible del centro-centro, y no por entenderse con los ultras en una alianza que es en sí misma descalificatoria.

En las democracias de nuestro ámbito, la oposición ha de tener como principales funciones la contradicción y el control. Contradicción que incluye las propuestas alternativas a las del gobierno y que ha de conjugarse con la unidad en la zona de consenso que haga referencia al núcleo constitucional. Por ejemplo, poder y oposición han de velar celosamente por el buen funcionamiento de las instituciones (el PP lleva tres años negándose a renovar el CGPJ, en el que disfruta de ilegítima mayoría) y por la gestión de los grandes asuntos de Estado, como la financiación autonómica. El fracaso de este planteamiento redunda en detrimento del Estado, de su prestigio y de su funcionalidad.

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