Hace pocos días, al acudir una mañana a comprar pan a un magnífico horno de barriada en un distrito suburbial de Ciutat, hallé tres personas haciendo cola en la acera.

Antes de situarme en el último lugar, nos saludamos gestualmente con una pareja de sonrientes jóvenes que ocupaba la primera posición. Entre nosotros se situaba un entrañable anciano con serios problemas para no pisar los múltiples excrementos de paloma y otros animales que nos circundaban, junto a varias baldosas rotas.

Mezclado con el aroma a pan recién horneado, se detectaba asimismo cierto hedor.

La pareja, preocupada por el anciano, aun sin pedírselo y debiéndole insistir, le cedió la vez. Tras aceptar el ofrecimiento, consiguió con cierta agilidad, entrar al local sin ensuciarse los zapatos.

La cola bien ordenada iba creciendo sobre la acera cuyo estado no es necesario reiterar. Salvando la dictadura musical que imponía el ritmo descarnado audible en el potente móvil de uno de sus miembros, sorprendía la «enmascarillada» urbanidad ciudadana, en contraste con comportamientos vandálicos colectivos no tan infrecuentes. Conté hasta quince disciplinadas personas. Este pequeño comercio de barrio parece que resistirá.

Sorpresivamente, apareció otra entrañable anciana asistida de bastón. De aparente más edad que su ágil predecesor, preguntó a la pareja a punto de acceder al establecimiento si estaban haciendo cola. Recibido el sí, informó que solo quería sopas mallorquinas y les pidió que, al entrar, se informaran de las existencias, para saber si debía hacer cola o no. Aunque conmovidos por la situación, empezaron a arrepentirse de no haberse dedicado a la política, así al menos habrían podido mantener la acera de espera en mejor estado, volvieron a ceder su vez. Inmediatamente después, algo acongojados, buscaron con su mirada la aprobación solidaria del pelotón en capilla. Obteniéndola unánimemente in voce, casi con aplausos.

Tras el máster acelerado de manipulación de masas que ofreció la anciana, y más nos merecíamos, por lo que le habrá hecho pasar esta sociedad patriarcal nuestra, salió cargada con dos bolsas. Nadie le preguntó si quedaban más sopas mallorquinas. Saludó, dio las gracias y se marchó.

Después de ella, abandonó el horno el primer anciano, que, ni saludó, ni dio las gracias y también se marchó.

Ya dentro, no pude evitar oír a la propietaria quejarse de la batería de contenedores de residuos de Emaya que había en la cercanía. Entonces entendí el cierto hedor inicial. Con el lío de los ancianos, e intranquilo por no pisar los detritus varios indocumentados sobre la acera, ni los había visto.

Argumentaba madò Joana, la panadera, que la ubicación del punto de depósito de basuras llevaba mucho tiempo en ese lugar y debería alternarse temporalmente su localización, para de este modo compartir los perjuicios entre todos. «S’Ajuntament hauria de democratitzar la pudor», decía.

El horno buenísimo. La espera, que se me hizo larga, al final bien aprovechada perfilando esta fábula absolutamente inspirada en hechos reales.