Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Isabel Olmos

Corrales a precio de chalets

En la bandeja de entrada de mi correo electrónico irrumpe con fuerza un mensaje nuevo. Reclama mi atención en negrita y, tras la palabra ‘Alerta’, prosigo leyendo: ‘¡Nuevo chalet en tu búsqueda!’. No me planteo en la actualidad adquirir un chalet, de hecho no barajo adquirir nada, ni tan solo quiero mudarme del modesto piso de los años 70 en el que vivo en mi pueblo desde que lo compré en 2005, pero me gusta ver qué se mueve en el mercado inmobiliario y en qué condiciones.

Ingenua de mí, pincho en el ‘nuevo chalet’ que un conocido portal inmobiliario me ofrece en una zona de secano cercana a mi localidad y la imagen me golpea de pleno: el supuesto chalet es, sin engañarles, algo semejante a una casa de aperos del campo sobre suelo rústico de 49 metros cuadrados con dos habitaciones. Y una chimenea, perdón. Precio, 99.000 euros (por aquello de no llegar a seis cifras, digo yo).

Pero la cosa va a más. Rodeado de árboles frutales se llega a través de un camino de piedra tosca y dispone, eso sí, de una balsa de riego. Conscientes del producto que venden como chalet, los responsables del portal añaden frases sugerentes como «¿le agradaría disponer de su propio huerto?» (claro, no hay nada más que huerto, pienso yo) y «¿disponer de un lugar de reunión familiar, donde juntarse con los amigos para hacer una comida?». Al aire libre, claro, porque dentro del casucho y con las medidas covid pocos pueden caber, me pregunto yo atónita.

Aunque reconocen que la vivienda es «modesta» añaden sin tapujos que, tras pagar por ella 99.000 euros (lo mas importante «¡tiene luz y agua!») «con tu toque podrías dejarla muy muy coqueta». «Tu propio rancho», finalizan. ¡Ándele!

Este, como cada día hay mil en las redes sociales, es solo un mero ejemplo de la violencia inmobiliaria constante que se ha instaurado entre nosotros casi sin percatarnos, dando por buenos precios y condiciones ofensivos e inasumibles no solo para el bolsillo sino también para el sentido común. Es una cuestión de respeto. En las grandes ciudades podemos asistir, estupefactos, a la venta o alquiler de auténticos zulos de menos de 30 metros cuadrados sin que nadie pegue una patada al tablero de juego que se nos ha implantado y diga: «No, miren, esto no vale. Esto que ustedes están haciendo no solo es una falta de respeto y un gesto de violencia a gran parte de la población, sino que además es ilegal».

Conozco a decenas de personas, jóvenes en su gran mayoría, a las que se les va la mitad de su sueldo precario, si no es más, en el alquiler de su vivienda, tras haber descartado a sus más de 30 años la posibilidad cercana de adquirir algo propio. La mitad del salario si quieren vivir por su cuenta, claro, y no compartir techo y aseos con otras personas durante décadas. Un deseo legítimo y, además, reconocido en la Constitución.

Por eso, cuando recibo este tipo de correos con ofertas de chalets inexistentes, corrales, casas de pueblo medio en ruinas que son una «excelente opción» y pisos que dudosamente disponen de cédula de habitabilidad, no puedo dejar de preguntarme cómo es posible que haya quien se oponga a regular y establecer unos máximos y unos mínimos económicos y morales para garantizar que su gente —vote a quien vote y viva donde viva— pueda desarrollar un plan de vida digno.

Notablemente irritada cierro el correo electrónico tras enviar el mensaje allí donde se merece, la papelera de reciclaje, pero con la tristeza de saber que, pese a todo, esa casa de aperos que venden como chalet será incluso mejor que muchas de las viviendas en las que miles de ciudadanos malviven en la actualidad. Para hacérselo mirar.

Compartir el artículo

stats