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Matías Vallés

Abel Caballero,un triunfador a estudiar

El competitivo alcalde de Vigo con mayorías absolutas crecientes bendice un tiempo en que «no importan las ideologías, sino los liderazgos»

Para auscultar a los políticos hay que alejarse de ellos, pero una comida junto a Abel Caballero obliga a replantearse al mayor plusmarquista de la vida electoral española. El batallador alcalde de Vigo, que corona mayorías absolutas de margen creciente, no se anda con rodeos al bendecir una época en que «no importan las ideologías, sino los liderazgos». Para contradecirle habría que derrotarle en las urnas, algo que hoy parece imposible, aunque debe consignarse que aquel ministro treintañero de Felipe González se ha metamorfoseado en un líder inesperado. Es un Macron que no ha abandonado su partido matriz, lo ha ampliado hasta extremos impensables.

Pecaría de populismo simplificador quien tildara de populista a Caballero, pero su tránsito de catedrático de Teoría Económica a líder callejero con un éxito sin precedentes se entiende mejor al compartirlo un rato. Permanece en ebullición municipal incluso sentado, solo consigue el equilibrio calmo en medio de su pasión, que consiste en gobernar su ciudad. Régis Debray asesoraba a la vez al Che y a Mitterrand mientras concluía que «hay dos cosas que amenazan a una sociedad, el líder y la ausencia de líder, pero de momento debe preocuparnos más el eclipse de dichas figuras». En Vigo han rellenado el hueco, con un triunfador digno de estudio.

La tendencia inescapable de los gobernantes longevos consiste en la erosión de los primeros resultados espectaculares. A lo sumo, se mejora en la primera reelección para decaer después paulatina o bruscamente. En una ciudad del apreciable tamaño que le confieren sus trescientos mil habitantes, entre las quince más pobladas de España, tres aumentos sucesivos mueven al asombro. Caballero ni siquiera se impuso en 2007 al PP con sus nueve concejales, aunque ya gobernó con el Bloque. Subió a once ediles en 2011 y se disparó a 17 en 2015, su primera victoria en su tercera alcaldía. En su cuarto y vigente mandato, acumula veinte de las 27 concejalías. Y el alcalde tiene un plan, «porque en las próximas elecciones conseguiré 22». Incluso baraja sus 75 años, dibujando volutas en el techo, para proyectarse a una serie de mandatos que sería casi obsceno reproducir aquí. No cabe asignarle un vigor inusitado para su edad, sino consignar que el paso inexorable del tiempo le sirve de palanca, refuerza su urgencia.

Los partidos ampulosos a cualquier escala mendigan un treinta por ciento de sufragios, la nueva mayoría absoluta. Abel Caballero suma un estratosférico 68 por ciento, y se entrena a jornada completa para aumentar esa renta. No es el alcalde, es el protagonista de Vigo. En la valoración matemática de un doctor con larga estancia en Cambridge que finge solo chapurrear el inglés, «recibo dos tercios de los sufragios de los votantes del PP en otras elecciones». Ni Pablo Casado puede presumir de una fidelidad semejante entre sus militantes, los populares se comprimen a cuatro concejales en la ciudad más poblada de una comunidad que gobiernan con mayoría absoluta.

Habrá que extraer alguna conclusión de tanta victoria. La primera evidencia apunta a que los ciudadanos desean un político al que votar. La lacerante desafección está provocada por la lamentable calidad de la oferta, no por la escasez de demanda. Viene luego el dilema sobre cómo conquistar a los votantes ajenos sin espantar a los propios, la tensión entre «afirmación» y «apertura» que late como guía del libro Con todo de Íñigo Errejón.

Aunque Caballero ensaya pautas para explicar su trayectoria, su incansable obsesión por Vigo ofrece la mejor respuesta. Aparte de que el triunfador no siempre domina las claves de su éxito, ni siquiera conviene que se interrogue en exceso sobre su trayectoria. Preguntar al alcalde sobre su 68 por ciento equivale a interrogar a Usain Bolt sobre los secretos de su zancada mientras está corriendo los cien metros. Un indicio luminoso radica en el orgullo del titular vigués al remachar que «mi intervención en El hormiguero con Pablo Motos tuvo siete millones de espectadores», como si hablara de otro recuento electoral. El inconsciente colectivo establece aquí la conexión inmediata con Miguel Ángel Revilla. Sin embargo, y carismas aparte, el gallego apabulla con sus cifras al cántabro.

Quienes no conocíamos a Caballero, le endosábamos de oficio esa blandura acaramelada imprescindible para satisfacer las exigencias contrapuestas que conviven en una gran ciudad. Por eso corresponde dibujar sus líneas rojas. «No hago ninguna concesión a los nacionalistas», o «en cuanto he tomado una decisión, no la cambio por nada». Jura que no ampliará el ámbito de su laboratorio vigués, que no se dejará cegar por aspiraciones hispanas o galaicas.

España ha dado mejores alcaldes que ministros, y Caballero ha desempeñado ambas posiciones. Como sucesor de Enrique Barón al frente de Transportes, conjugó todos los matices del gris. El alcalde no aspira a una nueva cartera, pero desearía que le dejaran reinterpretar la que ocupó. «Oh, si hoy fuera ministro, la que montaría...». Y aunque Caballero casi no deja tiempo para hablar de cosas que no tengan que ver con su pista viguesa, no ve a Yolanda Díaz capaz de ocultar su comunismo hasta el punto de llegar a presidenta del Gobierno, y teme la politización a que han empujado a una Nadia Calviño a la que conoce desde niña. Con cuatro victorias a cuestas y el compromiso con las venideras, es posible que el alcalde de Vigo pierda un día la camiseta amarilla, pero tiene garantizado a perpetuidad el maillot de la competitividad.

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