Por fortuna, vivo en un mundo en el que aún nos enviamos felicitaciones navideñas. Un amigo que lo está pasando mal ha tenido tiempo, en medio de las sesiones de quimio, de enviar uno de sus habituales villancicos navideños: «Silencio, aves nocturnas./ Mañana, cuando amanezca,/ ya podréis cantar la gloria/ de todo lo que despierta». Desde Nueva York, otra amiga que también lo está pasando mal por culpa de una leucemia me envía un poema de Thomas Hardy –el maravilloso Los bueyes- mientras me anuncia que se está preparando para ir a la cena de Navidad que dan sus amigos, los Lopate, vecinos en Brooklyn y judíos agnósticos que no dejan pasar una sola navidad sin celebrar su fiesta y su opípara cena navideña (uso el vocabulario de Carpanta, claro, porque es el mejor vocabulario de la Navidad). Otro amigo, un poeta ciego, me manda su felicitación con un poema navideño de un escritor venezolano al que tuve la suerte de tratar un poco y que me pareció uno de los seres humanos más bondadosos que he conocido. Y otro amigo -poeta y crítico-, me envía una felicitación con un Christmas firmado por T.S. Eliot.
Supongo que hay gente que odia las felicitaciones navideñas y que las considera una forma particularmente odiosa de la hipocresía, pero a mí me llena de orgullo recibir estas felicitaciones. ¿Sería mejor un mundo en el que nadie, bajo ninguna circunstancia, se atreviera a desear a otra persona una feliz Navidad? O yendo más lejos aún, ¿sería mejor un mundo en el que nadie quisiera celebrar la Navidad por considerarla una fiesta hipócrita y engañosa? Sí, ya sabemos que el mundo no es un lugar muy hermoso ni muy justo ni muy recomendable. Vale, todo el mundo está de acuerdo en ello. Pero el hecho de que todavía nos enviemos felicitaciones de Navidad quizá sea un motivo suficiente para creer que todavía contamos con las mínimas reservas de belleza y de justicia que hagan de este mundo un lugar habitable. Quizá no sea mucho, quizá no sea todo lo que deberíamos esperar, pero al menos sabemos que eso existe y que nadie podrá arrebatárnoslo. Cuando un jovencísimo Alastair Reid fue a ver a Robert Graves, en Deià, a mediados de los años 50, Graves le aconsejó vivir en un sitio «donde las cosas se hicieran a mano y donde el correo postal fuera fiable». Deià fue ese lugar para Robert Graves. Y para nosotros, que ya no vivimos en un mundo en el que las cosas se hagan a mano (ahora se fabrican en las mismas factorías chinas donde se incuba el Covid), las felicitaciones navideñas nos permiten creer que vivimos en un lugar tranquilo y apartado donde el correo resulta siempre fiable.
Los misántropos, por supuesto, odian la Navidad y odian las felicitaciones y odian todo lo que tenga que ver con la alegría y el derroche y la buena compañía. Desde hace años -desde los tiempos del existencialismo, supongo- se ha puesto de moda una visión hosca y amarga de la existencia que sólo concibe la vida como mortificación y como resentimiento. La felicidad, para estos adorables aguafiestas, sólo es una máscara de la injusticia y de la imposición, ya que detrás de toda alegría y de toda celebración familiar se oculta la opresión de alguna víctima inocente. Según esta nueva cultura de la queja que ensalza el victimismo, sólo las víctimas tienen derecho a celebrar algo, pero como las víctimas, por su propia naturaleza, están privadas del derecho a la celebración, nadie puede celebrar nada y nadie puede alegrarse de nada. Así nos han enseñado a juzgar las cosas, y poco a poco esta tétrica visión de las cosas -basada en el resentimiento y en el odio- se ha ido imponiendo en nuestra cultura. De hecho, la ideología «woke», la virulenta cultura del odio que se enseña en las universidades americanas, es la consecuencia lógica de esta fúnebre visión de la existencia.
O sea que sí: hay que alegrarse por recibir felicitaciones navideñas y por vivir en un mundo en el que todavía existan las felicitaciones navideñas. Y toda esa secta sombría de los adoradores del odio y de la muerte y del resentimiento; todos esos tipos que adoptan iguanas o caballitos de mar pero se niegan a tener hijos; todos esos -y esas- que se pasan la vida rumiando su odio contra un mundo contrahecho en el que ellos -y ellas- no disponen todavía del suficiente poder para imponer a la fuerza su nihilismo y su amargura al resto de la humanidad: a todos ellos, en fin, sólo queda desearles una muy feliz Navidad.