El progresivo incremento de grandes cruceros turísticos que, en tiempos de normalidad alejados de la covid, atracan en el puerto de Palma, se ha ido convirtiendo en una fuente de negocio para el comercio local, pero también en un problema de saturación para las calles de la ciudad, en horas puntuales. Todo ello, aparte de los inconvenientes medioambientales que ocasiona el fenómeno y las incomodidades para los residentes. La afluencia de grandes barcos en la bahía de Palma ha ido sumando con el tiempo detractores y defensores, estos últimos principalmente en base al potencial turístico que representan. Se había hecho necesaria la búsqueda de una solución, cuando menos equilibrada.

El Govern de Francina Armengol

estaba comprometido, en base a sus promesas electorales, con la limitación y regulación de cruceros. Era una tarea delicada porque el Ejecutivo autonómico no dispone de competencias sobre la materia y porque en ella confluyen múltiples intereses y puntos de vista con frecuencia divergentes.

Sin embargo, las negociaciones mantenidas esta semana por conseller de Modelo Económico, Turismo y Trabajo, Iago Negueruela, en Hamburgo, con la Asociación Internacional de Líneas de Cruceros, han permitido un entente de consenso que aporta luz a la situación que vive el puerto de Palma. Es un acuerdo que el Govern se apresura a calificar de histórico, con unos contenidos que no colman del todo las aspiraciones de las entidades y colectivos afectados, pero que al menos significa un punto de equilibrio y limita por primera vez la llegada de cruceros turísticos al principal puerto de la isla. En este sentido, cabe reconocer el esfuerzo y el mérito del Govern.

A partir de 2022 y durante los próximos cinco años, solo se admitirán tres buques de este tipo por día, de los cuales solo uno podrá superar los 5.000 pasajeros. Salvo que coincidan con días puntuales de una mayor afluencia también prevista y pactada, de este modo se garantiza un máximo de 60.000 cruceristas a la semana en Palma.

Sin ser la solución ideal, está claro que estamos ante un avance porque una ciudad saturada de cruceristas se colapsa en perjuicio de todos y está abocada a ofrecer pan para hoy y hambre para mañana a medida que acumula agobio y pierde atractivo.

Bien entendido, el control de cruceros se desvela como una decisión incluso a favor de los propios turistas que llegan en los grandes buques.

El presidente de la Asociación

Internacional de Líneas de Cruceros, Alfredo Serrano, parece entenderlo así desde el momento en que, en una entrevista concedida a este periódico, expresa su deseo de «ser bien recibidos». Residentes y cruceristas deben poder encontrarse en una situación de confort para ambos, en este punto está el quid de la cuestión.

Por este motivo tampoco son aceptables las posiciones radicales en la línea de una turismofobia que se traduce en tirar piedras sobre el propio tejado. Cabe recordar en este sentido la acción de protesta con bengalas llevada a cabo por jóvenes en el puerto de Palma, un altercado que está a punto de llegar a juicio y que ha dañado por igual la imagen de Mallorca y de los cruceros, una actividad turística legítima, muy aprovechable en una isla vestida de belleza, pero que necesita mantener el timón firme de la sostenibilidad.