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Norberto Alcover

En aquel tiempo | Natividad: Reivindicación de la carne

M añana mismo, al anochecer, muchos de nosotros celebraremos la Navidad de Dios en la carne de Jesús, hijo de María, mujer de Nazaret. Es el gran misterio de nuestra confesión cristiana, más allá de tradiciones, de normativas, de legislaciones, de todo cuanto, a través del tiempo, se ha ido añadiendo a este hecho tan sencillo como revolucionario. Porque desde entonces, nada ha sido igual, y la percepción del hombre y de la mujer como seres humanos se ha transformado por completo. Tanto que, al final y en un momento dado, nuestros antepasados dieron a luz una Carta de los Derechos Humanos. Una narración conceptual del respeto que nos debemos unos a otros desde la óptica, aunque no se dijera entonces y ocultamos ahora, desde la óptica de aquella Natividad de hace más de 200 años. Nada menos que en la actual Palestina. Tierra de muerte.

¿Por qué escribo que aquella Natividad fue el origen de todas las legislaciones posteriores en favor de los seres humanos? Porque aquel acontecimiento significó la «reivindicación de la carne» precisamente por la sencilla razón de que el mismo Dios se hizo carnalidad humana en la carne de aquel niño nacido en Belén de Judá. Desde entonces, nos ha sido posible mirar la carnalidad humana como «transida por el misterio de Dios», que nosotros llamamos Jesucristo. Es evidente que, sobre todo desde la Ilustración pero más tarde con el apoyo de Husserl y su epígonos, tal misterio ha sido negado en la medida que agnosticismo y ateísmo se abrían camino en Occidente, hasta alcanzar el secularismo actual. Tanto es así que muchos cristianos retuercen su conciencia para evitar ser tachados de dogmáticos o de frívolos. Pero somos muchos los que, precisamente ahora, alzamos nuestra voz para decir sin tapujos que el hecho histórico de la persona de Jesucristo nos remite a la carnalidad del hijo de María, y por lo tanto a la llamada «encarnación de Dios». Es un misterio que fractura a la humanidad en dos segmentos: los que optamos por una carnalidad herida de divinidad y quienes niegan tal realidad en beneficio de una carnalidad que se cierra sobre sí misma. Pero en ambos casos, el común denominador es la carne humana, trascendida o ensimismada.

Pero si esto es así, los que decimos seguir la estela de Jesucristo, tenemos la sagrada obligación de cuidar de nuestra carnalidad trascendida como oro en paño. No podemos situarnos al margen de la lucha por todo lo que aquel niño, ya adulto, defendería hasta su propia muerte: la justicia samaritana, la bondad fraternal, la defensa de la vida en cuanto tal, el respeto al adversario, cierta distancia de la riqueza y defensa del pobre, la confrontación con Dios, misteriosamente presente en toda la carnalidad planetaria. Y en cada uno de nosotros. Esta es la magistral jugada de Dios como Padre: decidir que el Hijo se encarne en la mundanidad para que toda carne merezca ser acogida como si se acogiera al mismo Dios. Entender esto o no entenderlo es entender al papa Francisco o colocarse frente a él. Como sucede en tantos casos.

Y es que precisamente en el territorio de nuestra carnalidad es donde se abre paso el espíritu consciente humano, ese otro misterio de transversalidad que nos reúne en ideas, en planes, en prospectivas, más allá de discrepancias colaterales sin relevancia. Más todavía, que une a los cristianos con todos aquellos que, incluso negando la trascendencia del misterio de la carne, la respetan y luchas por ella en todas las situaciones antes aducidas como resultado de nuestra fe en el Dios Encarnado. Hay un largo camino que recorrer juntos, pero sabedores unos y otros que nuestros últimos referenciales son diferentes en virtud del valor que demos a nuestra carnalidad: ámbito de la divinidad o solamente ámbito de sí misma, y en todo caso, de las carnalidades ajenas. Ahí, en este camino en común, conscientes todos de nuestros referenciales, insistimos de nuevo, en este camino la humanidad podrá auscultar la esperanza de un mundo nuevo, donde, no podemos olvidarlo, tal vez nuestra carne alcance la gloria de la muerte por el bien común, que es el bien de Dios.

Por estas razones, desde aquí y en vísperas de la Natividad de Jesucristo, reivindicamos la sacralidad de nuestra carne, y pedimos perdón por tantos abusos carnales que oscilan desde los menores abusados a las mujeres maltratadas entre tantas otras cosas relacionadas directamente con la carnalidad humana. Y reivindicamos el respeto absoluto por la carne humana, merecedora de atención social y preocupación individual, sin que razón alguna pueda limitar nuestro compromiso con ella. Ahí en cualquier belén tradicional, y no hay que tener reparo en montarlo, esa carne aparece en un niño frágil, como tantos niños y niñas nacen en nuestros días o, tal vez, dejan de nacer por razones que todos conocemos pero de las que nunca hablamos. Pero el niño está y todos los otros niños con él, mucho más importantes que cualquier mascota de moda. La carne de los niños. La carne de Dios.

Ojalá todos y todas nos unamos en esta «reivindicación de la carne». Ojalá políticos, economistas, líderes sindicales y religiosos, asociaciones feministas y defensoras de la vida, todos sin excepción, hagamos de esta Navidad un compromiso serio y recio con ese ámbito carnal en el que, un día, Dios se implantó en la condición humana. No es una mera luminaria, ni una simple fiesta lo que celebramos esta Navidad. Es algo más. Es el hecho de que un día ya lejano, Dios mismo tomó carne en Jesús de Nazaret y desde entonces somos muchos los que nos sentimos discípulos de Jesucristo, mientras reivindicamos el valor misterioso de la carne humana. De todo ello, nos felicitamos y felicitamos a toda la sociedad.

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