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Daniel Capó

Las cuentas de la vida | Las Humanidades han sido canceladas

La cancelación de las Humanidades en la enseñanza secundaria abre una brecha social que no va a resultar sencillo reparar

Protesta de la Plataforma en Defensa de la Filosofía ante el Ministerio de Educación en Madrid.

El pasado sábado en Madrid, un grupo de padres y profesores –dicen las crónicas que ciento ochenta, quizás menos– se reunieron frente a la puerta del Ministerio de Educación para protestar por la supresión de la asignatura de Filosofía en la ESO. A estas alturas de la película ya da un poco igual, porque hace años –décadas más bien– que se propuso desterrar las Humanidades de los institutos y el objetivo se ha alcanzado, por supuesto que sí. ¿Qué más da si han sido los intereses de las multinacionales y el fervor por las tablets en la escuela o la nueva pedagogía –alineada fervorosamente con el sentimentalismo y las pseudociencias– o la mutación de los valores sociales o…, qué sé yo? Da igual, porque la secundaria es un paisaje en ruinas para la enseñanza de las Humanidades y no es cuestión ya de añadir o eliminar unas cuantas horas al currículum. La amplitud de esa gran respiración, que es propia de la literatura y el arte, de la historia, la filosofía y las religiones, se ha perdido, no sé si irremediablemente –siempre hay excepciones–, pero sí como base de la cohesión social, como piedra angular de una conciencia que se quiere culta e inteligente a la vez. No resulta extraño que en los Estados Unidos la resistencia más exitosa al fracaso escolar haya surgido del movimiento homeschooling, el cual ha decidido mirar hacia lo mejor del pasado –la caligrafía y la ortografía, la densidad lectora, la memorización y la sustancia histórica– para encontrar una alternativa al vacío de la ignorancia.

Porque, no nos engañemos, es imposible una articulación de la inteligencia moral sin la riqueza léxica, sintáctica y gramatical que nos aportan los relatos. El vocabulario, la precisión rítmica y pautada del fraseo; la ambigüedad de los dilemas vitales planteados por la literatura; la lógica argumentativa; la belleza de las imágenes y las metáforas como exposición de las capacidades más elevadas del hombre ensanchan el mundo del adolescente, lo dotan de herramientas de pensamiento únicas y construyen un espacio interior, rico y complejo, que le ayuda a analizar la realidad y a verse a sí mismo dentro de unas coordenadas mucho más amplias que las del propio yo y de sus emociones desnudas.

Y eso –da igual la profesión a la que cada uno esté llamado– pretendía la ciudadanía republicana: educar al pueblo en la lengua de los reyes mirando hacia arriba y no hacia abajo, humanizar en la exigencia de lo mejor y no empequeñecer de acuerdo a una moralina sensiblera sin guía, criterio ni luz. No es la utilidad inmediata lo que nos libera, ni los eufemismos de una educación emocional empeñada en negar el evidente clasismo malintencionado de sus propuestas. Porque aquí las principales víctimas no son las elites políticas, económicas y culturales –cuyo capital resulta suficiente para ir trampeando el engaño, mientras se garantiza la pervivencia de su clase social–, sino el pueblo llano, las clases trabajadoras, el hombre de la calle. Y esta cancelación ha tenido lugar paradójicamente en nombre de aquellos a los que se dice defender, pero que han sido traicionados, abriéndose un foso educativo y social –en realidad, pervivencia de su clase social, de conocimientos– que muy difícilmente vamos a saber salvar en los próximos años. Y, ¿a cambio de qué? Nadie lo sabe. O quizás, sí, lo sepamos demasiado bien.

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