El abordaje de crisis planetarias como la covid o el cambio climático conduciría a un observador imparcial a conclusiones no muy estimulantes sobre el funcionamiento del género humano. La censura se centraría en una deficiencia de facultades inteligentes. Sin embargo, el imprescindible Kurt Vonnegut también voltea este prejuicio en Galápagos, al sentenciar que «los cerebros humanos eran demasiado grandes y mentirosos para ser prácticos». Una humildad residual nos conduce a lamentarnos de una carencia donde anida una hipertrofia, aunque el personaje creado por el novelista estadounidense goza de la ventaja de hablar a un millón de años de distancia de la actualidad.
Frente a la producción incesante a favor de un engrandecimiento intelectual, habrá que plantearse si no sería más conveniente limitar las facultades cerebrales que continuar bombeándolas. Antes de ser tachados de acuñar un despropósito, el riesgo de un desarrollo pernicioso está contemplado en otros órganos defectuosos, al advertir por ejemplo contra quien «tiene un corazón demasiado grande». En cambio, no se abusa en nuestro entorno de la frase «tiene un cerebro demasiado grande». En esta parcela, el ser humano siempre peca de inconformista.
Somos demasiado inteligentes para nuestro propio bien. Vonnegut retoma su segundo órgano favorito en Timequake o Cronomoto, al sentenciar que «el cerebro humano es capaz de odiar la vida mientras pretende amarla, y de obrar en consecuencia». Estos delirios no se sofocarán aumentando la capacidad de generarlos, la multiplicación de propuestas razonables contribuye a su esterilidad. El aumento disparatado de la exigencia cerebral colectiva ha conducido a un planeta impracticable. En cuanto se añada el poder astronómico de cálculo de la Inteligencia Artificial, el desastre está garantizado. La televisión basura es el único dique, bien que improvisado y temporal, contra el apocalipsis intelectual retratado por un novelista ejemplar.
