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Daniel Capó

Las cuentas de la vida | Pasaporte covid

El certificado de vacunación servirá de poco para frenar la ola que nos trae ómicron

Una persona muestra su certificado de vacunación contra la covid-19 en Pamplona.

Nadie sabe muy bien qué utilidad tiene el llamado pasaporte covid. Al principio de la campaña de vacunación, cuando se comprobó la alta capacidad del suero para frenar los contagios de las primeras variantes, podía tener un sentido; pero, a medida que la llegada de otras nuevas –junto con la natural caída de anticuerpos en sangre– ha acelerado el número de infecciones entre vacunados, este argumento ha ido perdiendo fuerza. Durante un tiempo se nos habló de la inmunidad de rebaño (que al principio se situaba en el setenta por ciento de la población vacunada, para luego subir al ochenta o incluso al noventa por ciento), si bien ya nadie repite este razonamiento. El nuevo relato se ajusta más a la realidad de una vacunas extraordinarias para reducir los cuadros de gravedad –ahí su éxito resulta indiscutible–, pero que ni son esterilizantes ni fueron diseñadas para serlo. Los vacunados podemos infectarnos –y, de hecho, así sucede a diario– y podemos contagiar con facilidad, tal y como comprobamos en la actual ola donde se ha llegado a un récord diario de pacientes infectados (al menos en algunas CC. AA.), a pesar de las altas tasas de vacunación. Quizás el objetivo de las restricciones asociadas al pasaporte covid sea simplemente el de incentivar la inoculación del segmento de población más reacio al pinchazo; y, en este caso, cabe pensar que algún éxito ha tenido la medida, en vista del incremento de primeras dosis que se han inyectado esta última semana. Pero, a largo plazo, la sucesión de informaciones contradictorias no deja de suscitar desconfianza entre una ciudadanía cansada de esperar y de asistir con perplejidad al continuo cambio en los criterios de las autoridades.

Porque algunas cosas sí hemos aprendido durante la pandemia: por ejemplo, que el virus se transmite básicamente mediante aerosoles; de modo que, si queremos frenar el contagio, no hay alternativa a la ventilación. Reducir la magnitud de las olas, por tanto, exige controlar con mayor severidad los niveles de CO2 en espacios cerrados, garantizado así la calidad del aire que respiramos. Y esto afecta a colegios, bibliotecas, bares, restaurantes, oficinas, transporte público, centros de ocio diurno y nocturno, etc. Porque, una vez vacunados, nada va a hacer más por nuestra salud que aplicar con inteligencia y de forma sistemática las llamadas medidas no farmacológicas, como el uso de mascarillas y la ventilación. O como la utilización habitual y masiva –¿por qué no subvencionada por el gobierno?– de los tests de antígenos, que permitirían detectar y aislar de forma rápida a un buen número de asintomáticos, por ejemplo en las aulas escolares. Mascarillas, ventilación y tests de antígenos constituyen la tríada mágica para limitar el contagio, la saturación de los hospitales y, en definitiva, incluso las posibles mutaciones del virus.

Y no habrá vuelta a la normalidad mientras no seamos conscientes de que, además de vacunarnos, debemos adelantarnos a las olas epidémicas con medidas proactivas inspiradas en el actual conocimiento científico, a la espera de que lleguen nuevos y mejores tratamientos o una segunda generación de vacunas. La pandemia dista de haber finalizado y ómicron, con su enorme tasa de transmisión, amenaza con convertir las fiestas navideñas en una auténtica explosión de positivos. Y me temo que el pasaporte covid poco hará para frenar esta ola.

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