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Antonio Papell

Celaá en el Vaticano

El consejo de ministros ha aprobado el nombramiento de Isabel Celaá embajadora de España en El Vaticano. Isabel Celaá, experta en políticas educativas, consejera de Educación del Gobierno Vasco con Patxi López y ministra del Gobierno de Pedro Sánchez hasta la última remodelación, ha sido la autora de una ley de Educación progresista que se está desarrollando ahora y que ofrece un horizonte prometedor al panorama educativo español, que no termina de despegar y que está en bucle con un desolador estado del empleo juvenil.

Las características principales de la nueva ley son el afán de universalidad (el interés porque el impulso educativo alcance a todos, con independencia del origen social; ya se sabe lo difícil que resulta implementar la igualdad de oportunidades en una sociedad muy fracturada socialmente como la española); un arranque tardío de los itinerarios para que todos tengan ocasión de llegar a lo más alto, sin claudicaciones tempranas; una clara preferencia por mejorar la educación pública, que ha de ser la base del progreso educativo en valores de toda la comunidad; un mayor rigor en la provisión de recursos para la escuela concertada, que, desde el momento en que está financiada con cargo a los Presupuestos, deberá ofrecer exquisita igualdad de oportunidades a todos los aspirantes a ingresar en ella… Naturalmente, Celaá ha cumplido el mandato constitucional del art. 16, que obliga a «los poderes públicos» a tener «en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española» y a mantener «las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones». La religión será pues una asignatura optativa en los tramos de educación obligatoria, aunque como es lógico no computará en el currículum académico de los escolares.

Ese mismo artículo de la Carta Magna establece que «ninguna confesión tendrá carácter estatal». Quiere decirse que el Estado español no es confesional aunque tampoco puede afirmarse que sea laico: tan solo habrá de satisfacer la demanda de la propia sociedad en este aspecto. E impone unas relaciones de cooperación que fueron plasmadas muy rematuramente en los cuatro acuerdos con la Santa Sede, negociados por Marcelino Oreja en 1979 al fin de la etapa preconstitucional y firmados después de la promulgación de la Carta Magna. Sustituían el Concordato franquista de 1953 pero no son un dechado de modernidad sino al contrario.

La revisión de estos Acuerdos que han cumplido ya los cuarenta años no está en manos del embajador/a en la Santa Sede, pero es obvio que el Gobierno de Sánchez no habría nombrado a esta emisaria de envergadura si no pretendiera pulsar la posición del Vaticano sobre una renovación de las relaciones, que desemboque en un tratado más evolucionado que quepa en una nueva normativa de Libertad Religiosa, que también habría que redactar y promulgar (existe un buen borrador de la etapa de Zapatero).

La obsolescencia de los acuerdos vigentes es patente, y no hay lugar en estas líneas para describirla por entero. Bastará con dejar constancia de que no cabe un acuerdo anacrónico que se titule «sobre asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas y el servicio militar de clérigos y religiosos»; de que cualquier institución religiosa ha de contar con autosuficiencia financiera (sin perjuicio de que el Estado la resarza de los servicios educativos y sociales que preste), y de que debe cesar toda interferencia de las religiones en el Derecho Civil.

El actual Papa Francisco es el personaje idóneo que, si encuentra correspondencia con la parte española, puede ser capaz de rescatar unas relaciones sesgadas como las actuales y de hacer de la cooperación entre la Iglesia y el Estado un elemento productivo para toda la sociedad, que se beneficia sin duda de la acción filantrópica de las confesiones. A título de meros ejemplos, cabe mencionar que Cáritas es una ONG modélica, con independencia de sus fines trascendentes; y que las Universidades de Navarra y Deusto prestan un singular impulso a la docencia superior de este país.

Celaá posee, sin duda, conocimiento profundo de todo ello, ya que ha tenido ocasión de conocer de primera mano las posiciones de la curia española al tramitar la reforma educativa. Y si se hicieran bien las cosas, habría posibilidad de encajar una relación hoy deformada por la historia y por la propia realidad. No ha de ser necesario que el progresismo y el anticlericalismo se enfrenten por sistema si los papeles de cada uno de los actores se conjugan en el esfuerzo común.

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