Diario de Mallorca

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Norberto Alcover

En aquel tiempo | Descubrimiento de la Constitución

En 1955, Palma, ciudad en que vivía, gozaba de una paz alcanzada tras la guerra más incivil padecida en el siglo XX. Más tarde, descubriría las aguas profundas que subyacían a esa paz, pero para nada enturbiaban una vida tranquila y hasta dichosa de un hijo de la burguesía palmesana. Mi inteligencia y mi sensibilidad se desarrollaban en Montesión, desde donde ahora mismo escribo, y en el ambiente familiar se hablaba de todo pero nunca de la guerra padecida: era mejor olvidarla y aprovechar, sin estridencia alguna, el buen tiempo que se nos entregaba por obra y gracia del caudillo de España. Así, sin más. La dictadura había sido asumida en nuestra ciudad con una cierta parsimonia, pespunteada por el NO-DO, los actos públicos religiosos, alguna obra en el Principal, y, sobre todo, por el cine, de obligado cumplimiento semanal. El dolor subterráneo de muchos era desconocido para mí, si bien mi madre intentaba aliviar la pobreza de tantos a los que se acercaba de forma asistencial típica del momento. Eran detalles que me interrogaban. Y de pronto, pasé los meses estivales en Rennes, en la Bretaña francesa, con mis tíos, Gabi y Nenette, además de mis primos. Fue el primer aldabonazo en mi consciencia.

Descubrí, solo llegar, que en el negocio frutícola de mi tío casi todos los empleados eran exiliados de la misteriosa guerra incivil, y por su medio, descubrí también un montón de detalles y peripecias de aquel conflicto. Muchas noches, en la cama, reflexionaba sobre lo aprendido, y me preguntaba por lo que había pasado en realidad. También pensaba en el hecho de que, en Palma, para nada se hablaba de lo sucedido años antes en España. Hasta que un día le pregunté a mi tío Gabi quién mandaba en Francia, puesto que en absoluto descubría una personalidad como la de nuestro caudillo, y sin embargo los franceses vivían felices y vivían muy bien, al menos para mí. La respuesta de mi tío, un hombre de talante conservador, fue contundente: «Aquí, nos organizamos según lo que manda nuestra Constitución». Y ante mi perplejidad, me comentó algunas cuestiones constitucionales francesas que yo, la verdad, apenas entendí. Pero algo comenzó a abrirse paso en mi conciencia: era perfectamente posible vivir tranquilamente, disfrutar de la vida y sobre todo hacer lo que se deseaba, sin dificultades: solamente teniendo presente la Constitución y sus derivaciones legales, tal y como me explicó mi tío. Volví a Palma prácticamente el mismo, pero en mi interior adolescente se había instalado una palabra y sus consecuencias: Constitución, a la que se añadía otra no menos poderosa y cuyo potencial descubriría más tarde, libertad.

Dejé Palma a los 17 años para ingresar en la Compañía de Jesús. A medida que pasaban los años, crecía en espiritualidad y en conocimientos, pero además, se filtraban en nuestros grupos comentarios e interrogantes sobre la situación española y sus antecedentes. Pasé dos años en el Colegio de Montesión, y de pronto, me encontré destinado a Italia para estudiar medios de comunicación social en Milán. Fue entonces cuando mi vida cambió de golpe y porrazo, al verse sumergida en una ciudad llamativamente ideologizada, culturalmente vibrante, y en la que el Vaticano II se discutía con un vigor feroz, tanto en ambientes católicos como en agnósticos. La Comunidad en que vivía, para colmo, estaba formada por una serie de compañeros vinculados al mundo social, educativo, cultural y no menos político, en un permanente diálogo con todo tipo de ideas, puntos de vista, alternativas, y sobre todo me fascinaba la libertad con que opinaban sobre la Iglesia posterior al Concilio, una Iglesia muy diferente a la instalada en España. A las palabras Constitución y libertad, tuve que añadir otra no menos relevante: diálogo. Trás Milán, un segundo año en Roma, menos intenso civilmente pero de enorme experiencia eclesial. También el diálogo era posible en el seno de la Iglesia, que abría sus puertas a la libertad y al diálogo, pero que además contaba con una especie de Constitución: los documentos del Vaticano II. Llegados a este momento, ya me había caído del caballo y cuando volví a España, en 1968, también España bullía en los primeros movimientos visibles en pos de la libertad, del diálogo y de algo parecido a una constitución que marginara los Principios del Movimiento Nacional.

Asesinato de Carrero. Agonía de Franco. La calle conmovida por huelgas de todo tipo. Esperanzas desbocadas. Refuerzos de los controles. Muere el dictador, queda entronizado el rey, la vida española corre de la mano de Adolfo Suárez y UCD, aparece el PSOE y el PC, y tras meses de una intensidad casi voluptuosa, conseguimos darnos una Constitución desde un diálogo modélico y para una libertad concertada entre todos. Claro está que dejamos de lado determinadas cuestiones que hubieran impedido alcanzar un texto consensuado, y por esta razón es lógico que algunos detalles constitucionales deben ser revisados. Pero el chico palmesano de 1955, vivió el acontecimiento como quién nace de nuevo y además tiene un sendero que recorrer como persona y como ciudadano.

Aquellos días fueron días de vino y rosas, de celebraciones, de comprender que el futuro tenía un nombre y que debíamos custodiarlo con decisión y siempre dialogando: Constitución de 1978. Comprenderán ustedes que muchos, tras una peripecia vital tan intensa y extensa, sintamos la obligación moral de defenderla a ultranza. Porque además, el tiempo nos ha demostrado que estábamos en lo cierto.

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