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Matías Vallés

El #metoo de Corinna a su Rey

Corinna junto a Juan Carlos I, en una foto de archivo.

Juan Carlos I fue investigado espontáneamente en Suiza, hasta que no quedó otro remedio que orquestar un simulacro de indagación penal en España, pero es en el Reino Unido donde se le ha dirigido la acción judicial más peligrosa para la preservación de sus estatuas. Corinna ha remodelado sus experiencias compartidas en una gloriosa acusación de #metoo, el desquite de la traficante de influencias contra el Rey que quiso vengarse de su desinterés.

Quienes han tratado a Bárbara Rey saben que posee una inteligencia superior a la que voluntariamente desea transmitir. Ahora bien, la vedette es una aprendiz frente a la pseudoaristócrata. En su afán por acumular amantes y menospreciables, Juan Carlos I y su Jaimito Bond de bolsillo cometieron al alimón el error de confundir a ambas mujeres, con desastrosas consecuencias.

En su dilatada demanda, confeccionada alrededor de un rico anecdotario, Corinna desea transformar a Juan Carlos I en un sucedáneo de Harvey Weinstein, que despliega sus malas artes al verse contrariado en su egoísmo oceánico. Las acusaciones de hostigamiento y de difusión del descrédito de la intermediaria han sido recibidas por la justicia británica con una notoria incomodidad, una vez que la única defensa del monarca ha consistido en declararse inviolable. O inimputable, o inmutable por los siglos de los siglos.

La era del #metoo altera profundamente la significación de la demanda. Corinna es una víctima poco convincente, pero sabe colocarse en el relato como diana de los manejos del Estado profundo, al servicio de su amante. El daño reputacional está garantizado, por la incorporación a cualquier biografía del monarca de las sonrojantes escenas protagonizadas por Juan Carlos I y Félix Sanz Roldán. Solo falta adjudicar a alguno de ellos el papel de Paco Martínez Soria desatado. Una vez sellado el escarnio, una condena agravaría la percepción de los hechos, al decretar que el Rey se creía con derechos sobre cuerpos y haciendas.

A estas horas de la mañana, se vive el primer día en meses en que ningún columnista con fuentes infalibles ha decretado el inmediato archivo de la investigación siempre preliminar a Juan Carlos I en el Supremo. Mientras tanto, las cortes londinenses apuestan por un interrogante más pragmático, ¿es todavía Rey de España?

La respuesta solo puede ser afirmativa. Con motivo de la fuga del penúltimo jefe del Estado a Abu Dabi, sin duda un emirato en sintonía con su desempeño como estadista, el comunicado oficial de Felipe VI se refiere a su padre como «Su Majestad el Rey». Y no estaba exagerando, sino aplicando estrictamente la ley. La abdicación no modificó la titulación.

Si los jueces británicos desean evitar una consulta al Tribunal Supremo que puede resolverse en décadas, les bastará con remitirse al Boletín Oficial del Estado. A raíz de la abdicación, el BOE recoge que se le conserva el título al monarca saliente, y justifica el mantenimiento en la calidad de los servicios brindados al pueblo español. Este halagador reconocimiento a Juan Carlos I lleva una firma irrefutable, la de Juan Carlos I.

La tercera peripecia judicial del Rey inatacable obliga a concluir que una persona sensata se guardaría de reclamar la impunidad legal, porque no hay estimulante más favorable para deslizarse por la senda del crimen. El penúltimo Jefe de Estado es una víctima de los privilegios infinitos que se le concedieron en la huida del franquismo, heredados también de su antecesor. Y entrar en la historia con una condena bajo el brazo es una broma, frente al riesgo de acceder a la posteridad como bufón de la empecinada Corinna. Nadie se atreverá a sugerir que a Juan Carlos I no le gustan las mujeres de fuerte carácter. Y que saben defenderse.

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