Diario de Mallorca

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Cuando murió Miquel Àngel Riera todavía era un hombre joven. ¿A los 66, joven? Pues sí y si usted, lector, no los ha cumplido aún, ya se dará cuenta al cumplirlos. Los 66 no son la juventud –que va quedando al otro lado del horizonte– pero siendo mayor quien los tiene, todavía no ha cruzado el umbral de la vejez –falta, de llegar a él, bastante– y conserva aún rasgos e impulsos del joven (o creencia de poseerlos). Maduro, eso sí –la inmadurez ha quedado o debería haber quedado atrás–, pero no viejo. Aún no, tituló Francisco Brines uno de sus libros cercano a esa edad.

En cuanto al arte, digamos que el artista –y un escritor lo es– ha dado a los 66 gran parte de lo bueno que podía dar y quizá le esperen a la vuelta de la esquina una, dos o tres buenas novelas, pero esas novelas no le harán –la escritura hace y configura– más de lo que ya es. Era el caso de Miquel Àngel Riera y su prosa entreverada de sentido poético y cierto hálito proustiano. Y basta consultar una enciclopedia para comprobar que en la historia de la literatura hay muchos más escritores fallecidos antes de cumplir los 66, que después. No indagaremos el porqué; no aquí y ahora, quiero decir.

Al morir el poeta Damià Huguet sólo tenía 50 años y estaba hecho como poeta. Su poesía era ya entonces –y por tanto sigue siéndolo ahora– una poesía madura, coherente y compacta. Desde mi punto de vista –y nunca suelo empuñar mi opinión como si fuera una maza, no al menos por escrito– la suya es la mejor poesía mallorquina de la segunda mitad del siglo XX y la más identificada con el Mediterráneo a lo largo de ese siglo. ‘Se olvida usted de Blai Bonet’ y no es cierto, no me olvido. Pero Bonet pertenecía a la generación de mitad de siglo, no a su segunda parte y si se habla de Huguet algún rastro de Bonet queda siempre detrás.

Pero hay algo que nos permite hablar de los poetas y de los novelistas con una soltura que no se tiene mientras están vivos y ese algo es la muerte, que los retrata y culmina. Puede parecer una paradoja pero no lo es. La muerte es el libro que reúne todos los libros del escritor y presentándolos como fueron nos lo dibuja a él como fue. Huguet, poeta. Riera, novelista, aunque escribiera versos. Y el hecho de unirlos fue una ocurrencia de la muerte que ahora repiten las instituciones, porque ambos eran y fueron muy diferentes y poblaban territorios distintos. Riera incluso formó parte de una tripleta –‘Gimferrer, Porcel, Riera’, si no recuerdo mal– que La Generalitat, hace años, intentó impulsar en vano como posibles candidatos a Nobel de Literatura. Huguet se mantuvo –o lo mantuvieron– alejado de reconocimientos públicos y esto era otra cosa que me gustaba de él. Mientras tanto Harold Bloom sólo viajaba de Ramon Llull a Joan Perucho, pero dejemos eso ahora.

O sea que ni Riera, ni Huguet, tenían una edad para morir pero si eso no está escrito más que en el destino de todos, más aún en el conocimiento de los escritores, que nos fijamos mucho en fechas lapidarias. Todos sabemos que Stendhal –por citar sólo a uno– era más joven que cualquiera de nosotros cuando ya había escrito Rojo y negro y La cartuja de Parma: cosas como ésta son una lección diaria en la vida de un escritor. Pero veinticinco años después de su muerte, Damià Huguet y Miquel Àngel Riera son nombrados hijos predilectos de Mallorca y como murieron con tres días de diferencia, tanto entonces –1996– como ahora que se les recuerda institucionalmente se ha hecho referencia a ‘la semana trágica de la literatura mallorquina’. ¿Estamos seguros de eso o es un titular que nos pierde y le da un sentido a la realidad que jamás tuvo?

No fue una semana trágica para la literatura mallorquina –literatura y tragedia son otra cosa– sino en cierto modo gozosa porque aquí las cosas que se niegan o devalúan en vida se reconocen a través de la muerte. Fue dolorosa o muy dolorosa para sus familias y amistades, pero dejemos la tragedia a un lado porque la tragedia, ya dije, es otra cosa y la isla –o su sociedad– no siente a sus escritores en la misma proporción afectiva que ellos la isla. Entonces, ¿son los poetas hijos de la tierra o es al revés y los poetas son los que hacen la tierra? Una tierra que no es la de la política, ni la del dinero, ni la del poder, sino una tierra atávica y esencial que sólo permanece si el poeta sabe oírla y descifrarla y enriquecerla luego con su propia voz, y sólo por eso sabe que no es su hijo sino su igual. Repito: no es su hijo –ni predilecto, ni pródigo, ni favorito o repudiado– sino su igual. Como iguales son a veces aquellos que se aman, al reconocerse.

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