La muerte es menos convincente que la prohibición de entrar en un bar. La pandemia necesitaba el argumento emocional definitivo para sacar de sus casillas a los antivacunas o al menos para quebrar su numantina resistencia, y esta semana ha dado con la tecla, con la aprobación de la exigencia del certificado covid para acceder a los interiores de cafeterías, restaurantes y locales de ocio nocturno. Ni los argumentos científicos, ni la evidencia de los datos, ni los testimonios de los médicos que han luchado en primera línea contra la enfermedad más allá de sus propias fuerzas habían conseguido nada hasta ahora, como tampoco lo hicieron anteriormente las imágenes más crudas de los moribundos en las unidades de enfermos críticos. Pero ha surgido la posibilidad de no poder entrar en el bar, de quedarse una sola mañana sin el café con leche largo de café servido en vaso de cristal, la tertulia o el aperitivo del sábado con los amigos, y las colas de vacunación se han vuelto a poblar de ciudadanos que hasta ahora ni se habían planteado inocularse el fármaco. Porque la pandemia, como dicen los antivacunas, podría ser una farsa. Pero no poder entrar en un bar sería una tragedia, la soledad más absoluta, la privación de la válvula de escape que nos equilibra y nos permite seguir adelante y la desconexión total de nuestro espacio más tradicional de socialización, antes de que las redes sociales nos separaran y la gente se volviera maleducada, donde los titulares todavía se comentan en voz alta, se narran los ecos de sociedad del barrio atendiendo por supuesto a los detalles, se cantan los goles y jugadas de nuestro equipo favorito, el funcionario escapa de su tedio matinal y el enamorado espera ansioso a su cita. La vida sería posible sin bares, pero difícilmente valdría la pena.