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Jose Jaume

Desde el siglo XX | Amnistía torticera: torturadores y asesinos a salvo

«Libertad y amnistía» se coreaba en las calles de las ciudades españolas en los inicios de la Transición, cuando, después del deceso del dictador (mañana se cumplen 46 años), se demandaba la excarcelación de los presos políticos. Se consiguió el objetivo: las Cortes Constituyentes surgidas de las elecciones del 15 de junio de 1977 promulgaron la Ley de Amnistía, exigencia de las izquierdas, a la que se avino la derecha de UCD de Adolfo Suárez. Los denominados efectos colaterales, siempre indeseados, no tardaron en aflorar: los jueces, alineados casi en su totalidad con las tesis de pasar página y olvidar los incontables crímenes perpetrados por el franquismo, cegaron las puertas a cualquier posibilidad de juzgar a sus autores por delitos que el Derecho Internacional declara imprescriptibles. El juez Baltasar Garzón intentó lo imposible: encausar a criminales y torturadores (entre ellos al siniestro Antonio González Pacheco, Billy el Niño, al que la covid ha enviado al otro mundo, cosa que el miércoles parecieron desconocer los tertulianos y presentadores de las tardes de La Sexta) con el resultado de que el Tribunal Supremo (TS) lo sentó a él en el banquillo; aunque absuelto por ese asunto, se le apartó de la Judicatura igualmente: había otros menos escandalosos. Su suerte estaba echada. En España nadie puede permitirse entrar en consideraciones penales sobre lo acaecido a lo largo de la negra etapa de la dictadura, procesar a sus gerifaltes. Se llegaría demasiado lejos, incluso hasta la cúpula de la jefatura del Estado. No hubo ruptura. La «modélica» Transición pagaba y sigue abonando llamativas carencias.

En eso estamos. El PSOE se niega a derogar la Ley de Amnistía, porque quiebra los pactos de la Transición, que gravitan sobre el presente. ERC, aprovechando su situación de preeminencia en el Congreso de los Diputados, quiere forzar las cosas hasta hacer inviable el proyecto de Ley de Memoria Democrática si no se procede a abrogar la norma. Hasta los comunistas, siempre dispuestos a obtener rédito de donde no debiera haberlo, aceptan la tesis socialistas; a través del secretario general del PCE, Enrique Santiago, se urde la artimaña gubernamental de la enmienda a la Ley de Memoria ajustando la de Amnistía a los convenios internacionales firmados por España que declaran imprescriptibles los delitos de lesa humanidad, genocidio y tortura. La posición de ERC es oportunista, tanto o más que la enmienda del Gobierno a su propia futura ley. No parece que los independentistas catalanes, por mucho que Gabriel Rufián vocifere, puedan con sus votos ayudar a la derecha irascible de PP y Vox, que siempre y en todo momento han arropado los interesados olvidos, dejar de lado asesinatos y padecimientos que provocó el franquismo, obviar el golpe de Estado de 1936, porque, acepten o no reconocerlo, se sienten herederos de los vencedores de todo aquello, a que la Ley de Memoria embarranque.

No se juzgará a los criminales, ni a quienes ordenaron asesinatos, violencia extrema, porque la biología casi ha completado su trabajo. Demasiados años han transcurrido. De los 124 ministros que el general Franco nombró solo queda uno con vida: Fernando Suárez, vicepresidente y ministro de Trabajo en su último Gobierno, el de Carlos Arias Navarro. Después fue eurodiputado del PP. Aquel Gobierno, no se olvide, se dio por enterado, avaló, media docena de condenas a muerte dictadas por consejos de guerra. Asesinatos «legales». Tiene 88 años. Rodolfo Martín Villa, encausado por la jueza argentina Salvini, ministro en la Transición, perdió los papeles. No fue un criminal. No se hará justicia. Es demasiado tarde. Pero la Ley de Memoria Democrática requiere ser aprobada. Es imprescindible para que en España impere algo parecido a cierta dignidad. Mínimos de decencia.

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