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Jose Jaume

Desde el siglo XX | El «régimen del 78», encaminado a ser cadáver insepulto

Desempolvar la atribulada moderna historia de las Españas deviene en ejercicio imprescindible para entender someramente cómo nos encaminamos hacia otro desastre

No serán los embates desde el exterior, carentes de la imprescindible masa crítica, los que darán al traste con el peyorativamente denominado «régimen del 78», alumbrado más de cuatro décadas atrás, al aprobarse la vigente Constitución el 6 de diciembre de 1978. Los partidos genéricamente antisistema (independentistas periféricos y los situados a la izquierda del PSOE. La ultraderecha de Vox pretende vaciar de contenido la Carta Magna) están a la que pueda caer. La cosecha se antoja fructífera. Los instrumentos constitucionales siempre han sido manejados por PP y PSOE. Hoy existe sustancial diferencia con tiempos precedentes: la tópica definición de fatiga de materiales torna evidente, llega al punto de que el entero edificio amenaza ruina por los cuatro costados; sucede ante la aparente indiferencia de quienes más interesados debieran estar en iniciar urgentes reparaciones. Lo sucedido con la elección de los cuatro magistrados del Tribunal Constitucional (TC) es síntoma del venidero derrumbe: la obscenidad de promover al tunante Enrique Arnaldo (Pablo Casado paga el favor recibido cuando se le aprobó de una tacada la mitad de la carrera de Derecho. La otra mitad le llevó siete años sacársela a trancas y barrancas) es otro síntoma del descarrilamiento del sistema. Repetimos la historia de lo acaecido con la Primera Restauración, que, iniciada en 1876, al proclamar los militares rey a Alfonso XII, fue arrumbada por unas elecciones municipales en abril de 1931, las que pasaportaron al exilio a Alfonso XIII, bisabuelo del actual rey Felipe VI, dando paso franco a la Segunda República. De hecho, se había suicidado en septiembre de 1923 al endosar la dictadura del general Miguel Primo de Rivera, recibida con la anuencia del sector del PSOE que lideraba Largo Caballero, nombrado en agradecimiento consejero de Estado por el dictador.

Si se indaga en los paralelismos entre aquella época y la actual los hallamos inquietantes: hoy como ayer se dejan pudrir las instituciones. No se aborda su regeneración, que sigue siendo posible si PP y PSOE se ponen a ello. La derecha se escuda en falaz premisa: dar a los jueces (corporativistas y mayoritariamente reaccionarios nacionalcatólicos) la potestad de elegir al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) para así garantizar la primacía ultraconservadora. Pero es que, en cualquier caso, la politización carcome la entraña del sistema. Se debería imponer sin dilación reforma audaz de la Constitución, incluso la actual estructura de la Corona, a la que Juan Carlos de Borbón deja a los pies de los caballos. No ser hará por miedo a que se desemboque en referéndum que la liquide. No se considera que hay amplias capas sociales que cuestionan su utilidad. Felipe VI aparece como jefe de Estado irrelevante donde no debiera serlo: la función representativa. Es inocuo. Las otras instituciones pastoreadas por los dos grandes partidos están en máximos de desprestigio: del TC no queda nada. El Parlamento no goza del aprecio de la ciudadanía. La perversa Ley Electoral, cacicada para que las cúpulas de los partidos hagan y deshagan a su antojo, abunda en el deterioro. No se atisba por parte alguna serio intento regenerador. Al contrario, la impresión dominante es la de que se quiere que nada cambie, ni tan siquiera se intenta cambiar para que todo siga igual. Fracaso de la Segunda Restauración. Cadáver insepulto por directa responsabilidad de quienes deberían haberlo evitado. Permanecerá de tal suerte por tiempo indefinido o a la espera de que en giro imprevisto del destino, que en la historia de España los ha habido, todo se acelere.

Cuánto tiempo puede permanecer el «régimen del 78» de cuerpo presente no es fácil de columbrar. Tampoco saber quién será el encargado de darle honrosa sepultura, si es que lo hay en ciernes. Lo seguro, lo que se constata sobradamente, es que el muerto se niega empecinadamente a reconocer cuál es su irreversible estado.

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