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Valeria Milara

A pie de caja

Hubo un momento de mi vida que me marcó. Tenía 18 años cuando trabajé en verano de cajera de un supermercado de los que se conocen como de marca blanca. Sin decir nombres, adivinaréis cuál era cuando digo que mi uniforme era un pantalón rojo, camisa a rayas del mismo tono y zuecos. Y, tal como entrabas, además del traje tenías un mantra y era «Quién me va a pagar con un billete de mil». Apenas había dinero en la caja, por si robaban, y necesitabas dinero de la gente de la cola por adelantado, para poder dar el cambio al que te estaba pagando.

Allí hice calle y me salió callo. Calle, porque trabajaba en diferentes barrios y depende de la zona no se compra igual. Cuanto más de clase trabajadora fuera el barrio mejores productos salían. Aprendí el oficio porque tenías que desarrollar el tacto para que no te colaran un billete falso, pues no había ni detector. Y la vista, porque tampoco había cámaras antirrobo. Las manos se me llenaron de callos porque descargabas y colocabas un camión, hacías un pedido, barrías, fregabas y cobrabas.

Escribo esto porque siempre hablamos de las cajeras o de los profesionales de los supermercados con un tono despectivo que me indigna, como si todo el mundo valiera, como si fuera una profesión de segunda. Cuando son indispensables. Lo fueron durante la pandemia. Me indigno porque sé lo que es estar detrás de un mostrador escaneando productos y recogiendo del suelo lo que los demás tiran y ni se inmutan. Con un público que a veces paga su mal día contigo.

Una vez escuché una charla de un psicólogo para que los periodistas aguantáramos las situaciones de conflicto. Nos dijo que en los países nórdicos las cajeras estaban entrenadas para que ni se inmutaran cuando los clientes las insultaban con palabras tan gruesas que no quiero ni reproducir. Como si les fuera en el sueldo. Abogo para que ya que estamos yendo más al supermercado para comprar los primeros polvorones agradezcamos a esos trabajadores su labor. Siempre con un hola y un adiós. Si puede ser con agrado y, si ese día el cuerpo lo permite, sonriamos con la mirada, hasta que se nos rasguen los ojos. Que en tiempos de mascarillas la mirada es el espejo del alma.

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