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Carol Álvarez

«A mí nunca me pasa nada»

La conciencia feminista ha crecido espoleada por movimientos masivos como el ‘Me too’, pero el abordaje del problema real, cómo evitar que haya hombres que vejen y violen a mujeres, sigue a la espera

«Amí nunca me pasa nada». Esta frase, pronunciada estirando las palabras, como cansada de tener que repetirla. Mujeres a puñados la gastan a menudo en conversaciones con sus madres y padres, con seres queridos, cuando, preocupados, les reprochan no haber llamado desde casa para decir que están bien una noche que se hizo tarde, que salieron de cena, que estuvieron fuera. A mí nunca me pasa nada es una frase de defensa, como un hechizo protector. Las mujeres que la usan creen que solo con decirla en voz alta se hace realidad, se levanta un escudo y la confianza extrema que implica esa afirmación se traslada al interlocutor. Todo está bien, todo irá bien.

El wishful thinking se ha convertido en el arma última de muchas mujeres que no quieren vivir con miedo ni sentirse vulnerables en la calle, a oscuras, solas un rato. Está comúnmente aceptado que las calles seguras son las que están bien iluminadas, con aceras anchas y con visibilidad. Como si la mujer tuviera que gozar de un estatus de protección, como los perímetros de hospitales requieren de poco ruido, y los entornos escolares se pacifican al tráfico. Niños, enfermos, mujeres. Es fácil caer en la trampa de la perversión del sistema. ¿Por qué las mujeres necesitan protección?. Un niño crece, un enfermo se cura o cuando menos estuvo un tiempo sano. Pero una mujer...el estigma de la debilidad siempre lo lleva a cuestas.

Instituciones y pensadores le han dado mil vueltas al fenómeno de la violencia contra las mujeres, las formas específicas de la violencia sexual, y las masculinidades atrofiadas, mal entendidas, ofendidas cuando no descontroladas, están siempre allí, como el elefante en la habitación. Es el clásico hombre- ataca-a-mujer. La variante reciente hombres-atacan -a- mujer. El último giro de guion hombres- atacan -a -una- menor.

Una menor ha sido violada salvajemente en Igualada. Salía de una discoteca, se le perdió la pista, la rescató un camionero que la creyó muerta. La brutalidad de la agresión indigna, incomoda..

La madre de la joven atacada ha pedido por carta a Pedro Sánchez que endurezca las leyes ante salvajadas como la que ha sufrido su hija. El debate sobre cómo ha de responder la sociedad ante este fenómeno se ha reabierto como una herida infinita. Ante un episodio similar en Reino Unido, la violación y asesinato de Sarah Everard, una política llegó a plantear un toque de queda para los hombres. Si las mujeres son tratadas como seres vulnerables, ¿no debería considerarse al hombre, también de forma genérica, como ser depredador? Su razonamiento fue sepultado por críticas y desautorizaciones, por extremista. No se pueden limitar los derechos de, digamos, deambulación de la mitad de la población para garantizar los de la otra mitad. Pero nadie puede negar que puso una nueva perspectiva sobre la mesa. Cuántas madres y padres vigilan o condicionan las salidas de sus hijas. Cuántas mujeres deciden coger un taxi o la hora de retirarse de un lugar influenciadas por su posición vulnerable. ¿La libertad de deambular, de decidir, no está hecha para ellas?

El eje del problema no puede mirar solo hacia las que acaban siendo víctimas. Una mujer es violada cada cuatro horas en la España de 2021. La conciencia feminista ha crecido espoleada por movimientos masivos como el Me too, pero el abordaje del problema real, cómo evitar que haya hombres que violen a mujeres, sigue a la espera, como la angustia recurrente que, de momento, solo se calma con aquel « a mí nunca me pasa nada», que enarbolan mujeres que quieren seguir siendo libres.

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