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Manuel López Estornell

Nuevos tiempos, nuevos horizontes | El hombre que retrasaba el reloj

Todo comenzó con la pandemia. Luis, empleado de una oficina de seguros, recibió aviso de que su labor pasaba a realizarse por teletrabajo. Una nueva experiencia sobre la que intercambió algunas dudas con su jefe y varias bromas con los compañeros de su departamento. Luis no había sido, hasta el momento, un usuario activo de Internet. Se confesaba un soltero analógico, fiel al televisor, el libro de papel y la compra física en tiendas. Ahora, sin embargo, el ordenador y el móvil habían invadido su espacio privado. Fue entonces cuando adquirió conciencia del tipo de trabajo que realizaba, de su monotonía y el aburrimiento de sus rutinas. El trabajo en la oficina no era distinto, pero siempre existían momentos para el relax, los chismes y las charlas a corazón abierto con los colegas más próximos. Una atmósfera de socialización que permitía intuir el rumbo de la empresa y calibrar las relaciones entre los jefazos. Ahora, todo aquello se estaba resquebrajando. Las charlas y los mensajes informales entre compañeros se fueron distanciando, ciñéndose su contenido al estricto marco laboral.

Nunca supo con seguridad cuál fue el punto de ignición de lo que sería su nueva etapa vital. Acaso lo fuera aquel apagado de contactos que percibió en su entorno laboral, simultáneo al paulatino descubrimiento de Internet. Había escuchado comentarios sobre aquella tecnología y conocido lo escrito en los medios de comunicación que integraban su universo analógico; pero bien cierto era que no le había despertado curiosidad, manteniéndose firme en su ignorancia por más que le supusiera soportar las pullas de quienes se mofaban de su desconocimiento.

Ahora, confinado y solo, no tardó en derrumbarse aquella barrera mental. Comenzaron sus incursiones por el universo virtual, descubriendo la existencia de redes sociales que posibilitaban estrechar y extender relaciones con familiares y amigos. Accedió a aquella compra online que le evitaba desplazarse a todo tiempo de tiendas, proporcionándole un inesperado y asombroso conocimiento de los miles de productos existentes al alcance de un clic. Luis, hipnotizado por las inagotables facilidades que le proporcionaban los motores de búsqueda, pudo conocer lugares que había anhelado visitar desde antiguo, sobrevolar ciudades y maravillas de la naturaleza, descubrir fuentes de todo tipo de conocimiento, incluidos los métodos actuariales que constituían el arcano de su profesión. Asimismo conoció que, pagando cuotas mensuales, podía disfrutar de la última novedad en cine, series y espectáculos.

Su reacción, como después aceptarían quienes le conocieron, superó con creces su anterior indiferencia hacia el mundo virtual. Luis inició una frenética compra de todo tipo de productos. Estimulado por la curiosidad y engolosinado por el contacto personal que le proporcionaba abrir la puerta a los repartidores y romper su forzado aislamiento, pronto se acumularon en su piso cajas y paquetes de lo más variado, hasta el punto de no disponer de tiempo y espacio para abrirlos y guardar o montar su contenido. A continuación, su fiebre de internauta también se extendió a las plataformas de pago que proporcionaban entretenimiento audiovisual. Luis no reprimió sus desbocados anhelos, llegando a disponer de más de cien horas simultáneas de programación, incluso descontando el tiempo gratuito aportado por las televisiones convencionales.

Más pronto que tarde, sintió que se encontraba desbordado. Resultaba imposible trabajar y encontrar el tiempo demandado por sus actividades de compra y esparcimiento. Por si no resultara bastante, desde que se iniciara su acceso a las redes sociales había conseguido la amistad de cientos de personas, hasta entonces absolutas desconocidas. Gente que, como la procedente de chats, listas de suscripción y empresas que misteriosamente habían conocido de su existencia y preferencias, le martilleaban de continuo, reclamando su atención desde las pantallas del ordenador y del teléfono móvil. Luis, acostumbrado a gestionar una vida sin presiones ni urgencias, experimentó una ahogadora ansiedad. Quería atender a todos y a todo, pero ni siquiera en lo que pasó a ser su nueva etapa de insomne crónico fue capaz de escapar de Internet para responder a las alarmadas llamadas procedentes de su oficina.

Finalmente, creyó encontrar en un documental la solución a su angustia. Conoció que, en el mundo diplomático, era práctica corriente detener el reloj para proporcionar un tiempo adicional a las negociaciones sin alterar, formalmente, el plazo preexistente para alcanzar un acuerdo. Luis, inspirado, pensó que no resultaba necesario llegar a límite tan extremo. Bastaba con retrasar el reloj y, de este modo, ganar un tiempo equivalente. Un recurso que empleó a conciencia a partir de aquel momento, concediéndose continuados plazos de gracia.

Semanas después, el médico dictaminó que un fallo cardíaco fulminante, acelerado por las múltiples neurosis que delataba el estado de su hogar, había terminado con la vida de Luis. Cuando fue encontrado, su reloj se encontraba destrozado por un golpe procedente, previsiblemente, de su propietario. Luis no había logrado domar el ritmo del tiempo.

El importe de la póliza de vida que tenía contratada con su empresa se utilizó para pagar las innumerables deudas que había contraído tras su frenético uso de la red. En algunos lugares de Internet se brindó con el champagne destinado a celebrar la memoria de los mejores clientes de la red.

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