La dimisión de Jaime Far como director de la Oficina Anticorrupción ha evidenciado las dificultades de una encomienda que había despertado muchas expectativas en un territorio especialmente castigado por las conductas irregulares de quienes expolian lo público en beneficio propio. El organismo se creó en 2016 en respuesta a una exigencia de Podemos, con el apoyo parlamentario de la izquierda y parcial de las derechas, reticentes al régimen sancionador y a que su máximo responsable pudiera ser elegido en segunda ronda por mayoría simple, como ocurrió. Sin embargo, Far, que dejará su puesto el 1 de enero, disipó pronto los temores que algunos albergaban sobre un cargo títere del Ejecutivo de turno.

Dos han sido los principales frentes que han motivado esta marcha vestida de «motivos personales», pero cargada de «presiones que no han sido agradables» y que el PP ha pedido que las detalle en el Parlament. El primero, los desencuentros con el Govern por investigar la vacunación de altos cargos sin respetar el calendario establecido. El segundo, el rastreo de las compras por el procedimiento de urgencia de material sanitario a China durante la crisis pandémica. Sin embargo, la mayor tensión se produjo por el choque con altos funcionarios de la Administración y de organismo como la Sindicatura de Comptes o la Abogacía de la Comunidad Autónoma. Far cometió la ‘osadía’ de pedir a secretarios e interventores que informaran de su patrimonio y cuentas corrientes como servidores públicos, igual que los cargos públicos municipales, insulares y autonómicos. Los roces se acrecentaron al entrar en asuntos que derivaron en luchas competenciales, como la auditoría a la deuda pública de la Comunidad Autónoma de 2007 a 2019, que Far acometió como un trabajo «complementario» porque la Sindicatura de Comptes «no investiga con suficiente detalle la evolución de ingresos y gastos», «no hay comparativa con otras CCAA», «ni análisis de los efectos sobre la ciudadanía». Far llegó a cuestionar la compatibilidad de su máximo responsable, Joan Rosselló, por haber participado en un informe de la UIB cuando era profesor. La Sindicatura de Comptes pasó también el algodón sobre la Oficina Anticorrupción y detectó una serie de irregularidades en los procedimientos de contratación de personal, bienes y servicios que el propio afectado reduce a faltas administrativas y achaca a la falta de estructura que padeció en la puesta en marcha de la Oficina, cuando estaba solo. No obstante, ha motivado la apertura de un expediente por parte de Tribunal de Cuentas.

El cúmulo de desencuentros entre organismos que deben velar por la rectitud de los comportamientos en la esfera pública crea desazón en la ciudadanía. Tras cinco años de funcionamiento, la Oficina Anticorrupción de Far, con una estructura de diez personas, ha recibido 247 denuncias, de las que 115 están pendientes de tramitar, 30 en proceso de investigación, 82 archivadas (una con recomendaciones) y 10 han finalizado con informe razonado. El organismo ha fomentado valores y principios de ética pública e integridad con material didáctico para escolares, ha entrado en terrenos espinosos, pero no ha logrado actuaciones contundentes que le sirvan ahora de asidero. No hay un clamor público que defienda su existencia. Los partidos que la promovieron no demuestran gran entusiasmo, El Pi pide una reformulación y PP y Vox anuncian que si gobiernan la liquidarán porque entra en colisión con la Sindicatura de Comptes, la Fiscalía y la Agencia Tributaria, donde Jaime Far volverá a ocupar su puesto de funcionario.