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Pedro Coll

El hecho diferencial

Concepto fotográfico sobre 'el hecho diferencial', producido para bancos de imágenes.

Hace bastantes años estuve en Sierra Leona cubriendo un encargo fotográfico. Fue antes de aquella guerra civil terrible cuyas consecuencias, después de 11 años de crueldades sin límite, arrojó una cifra de casi 100.000 muertos. El conflicto fue conocido por las numerosas masacres, amputaciones de miembros, el uso masivo de niños-soldado y el tráfico de diamantes, llamados diamantes de sangre, como método de financiación.

Durante aquella corta estancia, en contraste con la belleza exuberante de la naturaleza del país, casi a diario sentí la extrema agresividad del ambiente, premonición de lo que estaba por venir. Por una casualidad conocí a Benicio Sanz, un médico español que estaba allá dirigiendo un leprosorio financiado por una organización de ayuda al exterior alemana. El encuentro se produjo en un destartalado campo de fútbol, junto a la carretera, donde él estaba participando en un partido de locales contra extranjeros (podéis imaginarlo). Resultó que habíamos coincidido durante años en Salamanca, sin conocernos, estudiando nuestras respectivas carreras. Me habló de una experiencia visual salmantina que yo desconocía y que, en aquel momento, tan lejos en el tiempo y en la distancia, le producía nostalgia recordar: en noches de vinos, ya entrada la madrugada, él y algunos compañeros se tendían panza arriba en el centro de la Plaza Mayor y mirando hacia arriba disfrutaban del campo visual del limpio cielo castellano, a veces estrellado, cercado el perímetro de la visión por la majestuosa arquitectura iluminada de las cuatro fachadas de la plaza. Días después pasé una mañana con él en el leprosorio. Mi conductor y mi guardaespaldas, que necesariamente me acompañaban en las salidas, prefirieron quedarse fuera. Era una especie de finca formada por diferentes pabellones. Benicio me fue mostrando los distintos niveles de agresividad de la lepra, con precisión, presentándome a los enfermos con naturalidad, como si fueran familia suya. Cuando me enteré de que el contagio de la lepra se producía por vía respiratoria decidí, mientras estuviera allí, respirar sólo lo necesario para sobrevivir. Aquellas horas que pasé con él son, hasta el día de hoy, las horas en que mis pulmones han trabajado menos. Me llevó de regreso al hotel donde me hospedaba y de camino, circulando por una pista de tierra rojiza bordeada de una vegetación tan frondosa que convertía el camino en un túnel, nos encontramos con un destartalado Land Rover cruzado, obstruyendo el paso, y a su alrededor a tres o cuatro inmensos y fibrosos sierraleoneses charlando a gritos, alguno de ellos blandía un machete. Entonces, Benicio frena, saca la cabeza por la ventana y vocifera: «go away, jungla drivers!» (¡largo de aquí, conductores de la jungla!). Pensé que de golpe se había trastornado. Ellos se volvieron mirándonos con furia, pero de repente estallaron en carcajadas, eran amigos suyos; un personaje admirable, Benicio.

Y no se borra de mi memoria algo que me ocurrió el último día, cuando nos dirigíamos en un taxi hacia el aeropuerto. Cruzando la inmensa extensión de ‘casas de lata’ que es la capital, Freetown, en un momento en que estuvimos detenidos por la luz roja de un cruce me llamó la atención algo que estaba ocurriendo a escasos cincuenta metros de nosotros: en una especie de descampado un corro de muchachos adolescentes, y algunos más mayores, rodeaban a un niño blanco como la leche, un albino. La imagen era llamativa a la vez que inquietante e irradiaba amenaza. Aquellos muchachos parecían estar jugando, riendo, pero todos ellos miraban y se dirigían de manera muy evidente hacia el albino, que estaba sentado en una especie de cajón alto de madera, como si hubiera sido colocado o expuesto allí expresamente. El taxi arrancó de nuevo y la escena fue perdiéndose en la lejanía. Pero recuerdo muy bien la indefinida sensación de angustiosa inseguridad y desamparo, hasta de miedo, que aquella visión dejó en mi mente.

Bastante tiempo después vi en televisión un documental, firmado por el periodista Jon Sistiaga, titulado Los blancos de la ira. Trataba de esas ancestrales supersticiones que, en algunos países africanos, llevan a creer que trae buena suerte mutilar o asesinar a un albino para utilizar sus órganos en conjuros de magia negra, o que violar a una mujer albina cura el sida. Y me vino a la memoria aquel episodio vivido años atrás.

He intentado a veces analizar por qué sentí aquella sensación de desasosiego, de amenaza inmediata de peligro. ¿Se trataba sólo de inquietud por la suerte del albino o había oculto algo más subliminal y atávico que mi subconsciente me estaba ocultando? Creemos conocernos, estar seguros de nuestro posicionamiento ético ante determinados conflictos que la vida nos plantea como seres humanos, y el racial es uno de ellos, pero… ¿somos de verdad como creemos ser?

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