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Miqui Otero

Ni libros ni gintónics

Parece el argumento para el episodio piloto de una de esas distopías, tan desquiciadas como oportunistas, que abundan últimamente: se acercan las Navidades y un padre divorciado no encuentra el enésimo coche luminoso de Marshall, el bombero de La Patrulla Canina, exigido por su niño y del que depende su relación; una escritora hundida en la miseria por fin ha logrado un éxito de ventas, pero le acaban de comunicar por teléfono que su libro no puede reeditarse por la escasez de papel; un grupo de exalumnos de Esade quiere celebrar el fin de la pandemia: cuando se acercan a la barra y piden un gintónic de Seagram’s, el camarero les dice que solo hay Larios. Como ruido de fondo, Afganistán se hunde y estalla un volcán de mil bocas en La Palma.

Estas serían las semillas narrativas para una trama que podría desarrollar algún tipo de colapso durante la temporada. Pero sucede que estos indicios son reales.

Lo importante, sin embargo, no son estos síntomas, sino el diagnóstico. Durante el confinamiento, cuando nos poníamos bucólicos recogiendo florecillas (tóxicas) en los parterres de la Diagonal y nos hacía mucha gracia que los jabalís aparecieran en los barrios de la zona alta, sonaba, además de Resistiré, el soniquete de que esta crisis nos devolvería más tranquilos al mundo. Que todo se desaceleraría. Que aprenderíamos una lección.

Sin embargo, el comercio online se disparaba y se empezaba a cocinar la idea de unos nuevos años 20 (grandes farras de alcohol y rosas). No tengo alma de moralista, así que me parece normal que la gente saliera disparada de la pandemia como el corcho de una botella de champán (otro líquido en peligro) después de acumular demasiado gas.

Lo que sí me preocupa es que el diagnóstico se hiciera en base a esos propósitos de enmienda falaces, a esos golpes en el pecho tuiteros de «consumiremos menos y mejor».

Es la tormenta perfecta. Faltan microchips para el automóvil, plástico para los juguetes y objetos del hogar, piensos para la industria cárnica. La precariedad laboral de, por ejemplo, los camioneros genera falta de «vocaciones». También sube a lo bestia el precio del almacenaje. Mientras algunos países acumulan materia prima, y ante la dificultad para dar oferta, sube la demanda (al revés que en otras crisis). Un ejemplo claro es el alcohol: ya escasean las botellas en las barras. Vayamos al sector del papel: no se vio venir tal aumento de ventas de libros, así que se demoró la explotación forestal en países clave. Justo cuando las editoriales lanzaban más novedades que nunca, y las anteriores funcionaban así que se tenían que reeditar, el papel (y el cartón de las cubiertas) se acababa. Hay atasco en las imprentas, que además cobran más por la subida del precio de la luz. No ayuda que la gente compre cada vez más en Amazon, porque algunas papeleras han destinado mucha pasta de madera al embalaje. La tormenta perfecta.

Concluiré con un poco de humor, el del final de la definición de tormenta perfecta que borda Javier Calvo en su última novela, Piel de plata: «El copiloto se prepara para ejecutar la maniobra de emergencia, pero sus problemas de próstata lo obligan a visitar el retrete y en una de estas visitas, una fuerte turbulencia atribuida a una disrupción magnética de la atmósfera que solo se produce cada 30 años le rompe el cuello mientras estaba orinando (…) el sobrecargo intenta aterrizar sin los controles hidráulicos, y lo habría conseguido si no fuera porque un quebrantahuesos -ave en peligro de extinción- se mete dentro de la turbina».

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