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Antonio Papell

El vacío que dejó Pablo Iglesias

El exlider de Podemos, Pablo Iglesias, en el curso celebrado por la Universidad Complutense.

Cuando Iglesias anunció el 15 de marzo que abandonaba la segunda vicepresidencia del gobierno para presentarse al frente de UP a las elecciones de Madrid convocadas para el 4 de mayo, muchos pensamos que aquel gesto, con el que el líder de Podemos trataría desesperadamente de evitar un gran batacazo para su partido en aquella consulta que finalmente ganó de calle Ayuso y UP consiguió apenas salvar los muebles, supondría un respiro para el ala socialista del Gobierno y en especial para Pedro Sánchez.

Iglesias, que llego a la política a finales de 2013 con un mensaje extremo y radical, militantemente republicano y muy crítico con el régimen del 78, dispuesto a generar una ruptura del sistema, encontró a un país receptivo a sus mensajes por el agobio de la gran crisis de 2008 y se fue moderando a media que fue ‘tocando moqueta’ y abandonando la transversalidad inicial —la que todavía sigue predicando su antiguo número dos Errejón—, hasta el extremo de terminar aliándose con Izquierda Unida y firmando un programa posibilista y moderado de coalición con el PSOE de Pedro Sánchez. Un programa claramente de izquierdas pero también claramente inscrito en la Carta Magna vigente y en los usos y costumbres europeos.

Iglesias cometió muchos errores durante su relativamente breve mandato. Sin embargo, mantuvo una idea cabal de la proporción y del equilibrio, firmó un programa templado, posibilista y pragmático con el PSOE y entendió en todo momento que la salida de la segunda crisis del siglo, la sanitaria, requería un trato privilegiado y fluido con Bruselas, algo que sólo Nadia Calviño podía llevar a cabo con garantías. Después de todo, tampoco era tan difícil de entender: los abundantes recursos de que vamos a disponer justifican cierta templanza en las actitudes y el descarte de cualquier excentricidad que pueda chirriar demasiado en el consenso bruselense, en el que los países del Norte miran con genética desconfianza a los del Sur.

Al marcharse, nadie sabe si provisional o definitivamente, Iglesias dejó tras de sí a una política de fuste del PCE, Yolanda Díaz, —había desempeñado papeles municipales en Galicia, donde su padre fue uno de los fundadores de CCOO—, experta en relaciones laborales y con una tracción política evidente, y para mantener la llama de Podemos en el gabinete, designó a Ione Belarra para ocupar la cartera de Derechos Sociales y Agenda 2030. El relevo pareció adecuado, pero la práctica de la coalición está siendo torpe.

Yolanda Díaz es una política de nivel, como ha reconocido varias veces en público Pedro Sánchez, y es adecuado que aproveche su posición para organizar la convergencia de las fuerzas que se encuentran a la izquierda del PSOE… si Podemos está de acuerdo en que sea la vicepresidenta y no su organización la que aporte la columna vertebral del futuro movimiento. Varias voces de Podemos ya se muestran en contra de ceder graciosamente ese espacio que consideran suyo a una recién llegada que proviene nada menos que del PCE. Y el propio PSOE teme legítimamente que Díaz efectúe una propuesta transversal que le arrebate parte de su clientela más joven y no un programa claramente de izquierdas encaminado a aglutinar a Podemos, IU, Más País, las antiguas confluencias (los Comunes, Compromís, etc.).

La otra actriz que ocupa parte del espacio abandonado por Iglesias es Ione Belarra, quien parece querer adueñarse a gritos de ese codiciado espacio a babor de los socialistas. El papel del Supremo en el caso del diputado canario Alberto Rodríguez está confuso pero una ministra del Gobierno no puede acusar frívolamente a la Sala Segunda de prevaricación porque con estos alaridos estallan todos los frenos y equilibrios de la separación de poderes.

Podría decirse, en fin, que con Iglesias no pasaban estas cosas. Y que si Díaz no entiende la colegialidad del consejo de ministros y la subordinación de la política española a Bruselas, lo que pasa por la coordinación de Calviño de todos los asuntos con trascendencia económica, el pacto de coalición podría volar por los aires al menor descuido. O impulsado por algún otro error de Belarra, a quien habría que explicar precipitadamente los entresijos de las enseñanzas de Montesquieu.

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