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Amparo Zacarés

Feminismo y política

Estos días se ha conocido la sentencia que ha recibido el agente de la policía metropolitana de Londres Wayne Couzenes, por haber secuestrado, violado y asesinado a Sara Everard. Finalmente, tras un proceso que ha suscitado muchas protestas, ha sido condenado a cadena perpetua. Sin embargo el punto de mira de este brutal asesinato no debe dirigirse solo a este policía que abusó de su autoridad y detuvo ilegalmente a la joven, aduciendo como motivo para su detención que transitaba por la ciudad fuera del horario permitido por las restricciones de la covid-19. Es cierto que él fue quien la secuestró y la asesinó y, en ese sentido, es el único culpable. Aún así, habría que prestar atención a las afirmaciones que la jefa de la policía metropolitana, Cressida Dick, ha vertido sobre este caso dramático, minimizando la posible negligencia policial y restando importancia a la sensación real de inseguridad de las mujeres en el Reino Unido. Al igual que también sería conveniente plantearse la postura que al respecto ha mantenido la ministra del Interior británica, Priti Patel. Con todo ello quiero decir que el asesinato de esta joven británica que desapareció a principios de marzo de este año cuando regresaba de noche a su domicilio en el barrio de Brixton, ha reabierto el debate sobre el alcance real que la representación de las mujeres tienen en puestos institucionales de poder. Lo que se ha puesto en cuestión no es la violencia machista sino el hecho de que la representación de las mujeres en las instituciones democráticas baste por sí sola para modificar su opresión o exclusión. Por lo general, los problemas habituales con los que suelen toparse las mujeres al integrarse en un partido político son la meritocacia y la cooptación. En el primer caso, es común pensar que en política solo deben estar las personas que tienen suficientes méritos para ello. Lo curioso es que parece ser que solo ellas, nunca los varones, son las que han de demostrar su valía, cerniéndose casi siempre sobre sus cabezas la duda sobre si ostentan el cargo político por ser valiosas o por ser mujeres. El segundo caso ocurre en los partidos políticos que son ajenos a procesos democráticos de elección, donde quienes llegan a ocupar cargos representativos son cooptados por grupos de poder que en su mayoría están formados por hombres. Por ello, si una o varias son cooptadas lo son para defender sus intereses y no los intereses de las mujeres. En otras palabras, el poder político acaba trasmitiéndose en masculino y reproduciendo narrativas, jerarquías e identidades de género sin que nada o muy poco haya cambiado.

Puestas así las cosas, no es de extrañar que no baste ni sea suficiente con situar a mujeres en posiciones de poder, ya que a menudo puede tratarse solo de un mero lavado de cara al patriarcado. Una situación en la que suele incurrir el llamado feminismo liberal/empresarial que reduce las conquistas feministas a romper el techo de cristal y a poner más rostros de mujer en las estructuras existentes, algo que si bien es un avance sirve en muchas ocasiones para perpetuar desigualdades. Para que esto no suceda hay que recordar que la auténtica revolución contra la violencia machista es una educación que enseñe desde los primeros años a detectar el abuso y a comprender que la violencia de género es algo sistémico y no una cuestión de mala suerte que les ocurre a las mujeres por estar en el lugar y el momento inadecuado. No por causalidad, a Wyne Couzenes, hoy condenado y a quien ya le precedía cierta fama, le parapetó el silencio de sus iguales que, de tanto en tanto, bromeando le llamaban ‘el violador’. Lo importantes es comprender que el sistema cultural de estereotipos sexistas normaliza la omertá que protege al maltratador y no cree a la víctima. De ahí que la relación del feminismo con el poder y la política no dependa solo de la representación numérica de las mujeres en puestos de liderazgo y sea también una cuestión de cambio de paradigma cultural y educativo.

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