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Matías Vallés

Zemmour no es Trump, pero puede ser presidente

El candidato por libre y por libro de la ultraderecha se acerca en los sondeos al veinte por ciento en la primera vuelta de las elecciones al Elíseo

N unca podré votar en contra ni a favor de Éric Zemmour, pero devoro cada peripecia en que se ve involucrado. Comparto la adicción inconfesable con millones de franceses, que ni participan de las ideas ultramontanas ni piensan respaldar al presunto candidato en erupción a la presidencia del país chovinista. El monopolio de la actualidad a cargo del polemista o tertuliano es tan asfixiante, que Francia se plantea si los candidatos al Elíseo deberían tener cuotas garantizadas en los medios de comunicación.

La infección protagonizada por Zemmour se ha viralizado. Feo, católico y muy poco sentimental, llama a las puertas del Elíseo avalado por dos libros que escribió en el orden equivocado, y que comparten la catalogación de indispensables y repulsivos, porque la pregunta correcta es si había que leer a Céline cuando publicaba sus panfletos. Nació en primer lugar El suicidio francés, donde no solo declaraba que «la Francia se muere», sino que «la Francia ha muerto». A continuación, el autor ha insulflado un hálito de vida a su patria en La Francia no ha dicho su última palabra. El volumen que propulsa la consolidación de la candidatura está autoeditado, porque el sello que iba a lanzarlo se asustó de su contenido.

Este hijo de judíos argelinos, que defiende al gobierno colaboracionista de Pétain, sintetiza su filosofía política en «mis tomas de posición cada vez más determinadas, cada vez más hostiles a la islamización del país». Ve inminente una guerra de religiones, prolonga la doctrina de otra periodista impávida, Oriana Fallaci. Con tan ligero equipaje, Zemmour se halla a un paso de arruinar las expectativas de su mayor enemiga, Marine Le Pen. En una crónica del encuentro a manteles entre ambos, Zemmour pone en boca de su rival odiada el balance del conflicto entre las ultraderechas. «Éric, tu obtendrás un tres por ciento y no me impedirás llegar a la segunda vuelta, pero me impedirás llegar en cabeza».

La Le Pen estaba tan desnortada en sus predicciones porcentuales como en su catastrófico debate electoral con Emmanuel Macron, que Zemmour se encarga de ridiculizar en La Francia no ha dicho su última palabra. Con dos condenas por delitos de odio a raíz de comentarios tan repugnantes como amparados por la libertad de expresión, el candidato por libre y por libro de la ultraderecha se acerca en los sondeos al veinte por ciento en la primera vuelta de las elecciones al Elíseo, una cota reservada con anterioridad a la teórica líder de los ultramontanos.

Si alguien en España se siente descolocado por la eclosión de un personaje inesperado y de difícil encaje, debe saberse acompañado en el asombro por la mayoría de los franceses, perplejos ante el monstruo que están inflando con su atención absorbente. Aunque sea por huir de las equiparaciones facilonas, cabe destacar que Zemmour no es Trump, pese a lo cual puede ser presidente de Francia. Descontando el sesgo de un testimonio de parte, el panelista narra su encuentro con una de las responsables del ascenso a la Casa Blanca del bufón estadounidense:

«Hemos buscado entre los grandes empresarios franceses a quien pudiera jugar el papel de Donald, y no lo hemos encontrado. Hace meses que estudiamos la situación en Francia. Hemos visto las diferencias con Estados Unidos, lo hemos entendido todo. El Trump francés es usted».

Zemmour es osado, pero también calculador. No teme a sus enemigos, ni siquiera a sus amigos, aunque quizás se están amontonando demasiadas similitudes con Trump. De hecho, estudia minuciosamente a quienes le insultan, para derrotarles con una llave dialéctica. El equivalente español sería el también cultísimo Federico Jiménez Losantos, si se liberara de la obsesión por los juegos de palabras. En la pasión por remar a contracorriente, sus pronunciamientos recuerdan en estilo y estilete a Arturo Pérez-Reverte. En el seno del orbe literario, se empareja con Michel Houellebecq, a quien adiestra sobre el nudo de la corbata en una escena de La Francia no ha dicho su última palabra.

Las elecciones al Elíseo de 2022 orbitan ahora mismo alrededor de un libelista antiliberal pero en especial antiislámico, que se refugia en la herencia milenaria de las Galias para concretarla hoy con igual empuje en las figuras de De Gaulle o Louis de Funès. Pronto le colgarán la etiqueta populista, que no cuadra con su potencia de fuego intelectual. De la serie palaciega formada por Giscard, Mitterrand, Chirac, Sarkozy, Hollande y Macron solo respeta al primero, a quien honra con motivo de sus pompas fúnebres.

Francisco Umbral bautizó a su gato Ramón Gómez de la Serna, sin atender a criterios de concisión. Se habrá advertido que Zemmour no bromea ni con los asuntos de nomenclatura, y aunque su Éric viene seguido de un Léon que atiende a sus orígenes, pretende exigir nombres franceses para los recién nacidos. Quiere evitar que Mohammed encabece la lista de los más frecuentes. Se remite a una ley de Napoleón, su emperador favorito, que retiraron los socialistas. Zemmour no solo tiene la última palabra sobre Francia, quiere cambiarle hasta los nombres.

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