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Gemma Altell

Estigma y desigualdad de género

Mañana 10 de octubre es el Día Mundial de la Salud Mental. Por suerte y por desgracia este tema ha cobrado parte del protagonismo que merece después de una pandemia que ha puesto en evidencia la necesidad de dar visibilidad y relevancia a una parte de la salud integral de las personas que, hasta hace muy poco, ha sido muy escondida. Sin embargo, las alteraciones, malestares o trastornos mentales no tienen el mismo impacto en todas las personas. Como con la mayoría de ámbitos que intento ilustrar en muchos de mis artículos, las desigualdades de género también impactan en la salud mental. No estamos hablando aquí de diferencias orgánicas o biológicas sino de cómo la construcción social que tenemos de qué es ser mujer o cómo se supone que debemos ser las mujeres impacta en nuestras vidas.

Si sufrir un trastorno mental genera un fuerte estigma social en general todavía es más virulento para las mujeres. Intentaré en este artículo hacer solo un apunte de un tema bastante más extenso. En primer lugar, el estigma es mayor en las mujeres porque desde pequeñas recibimos el mandato del cuidado de otros y transgredir este mandato patriarcal, ya sea por decisión propia o por dificultades personales como puede ser una enfermedad mental, demasiado a menudo nos coloca en la posición de no ser; ser invisibles al mundo si no podemos cumplir la función principal que nos otorga el patriarcado. En segundo lugar, las mujeres somos educadas para evitar las estridencias en nuestras expresiones emocionales y de cualquier otro tipo, así que cada vez que una mujer es tachada de loca por no comportarse según los cánones de la discreción que se espera (independientemente de si presenta o no una enfermedad mental) amplificamos el estigma. Es curioso conocer cómo los estudios de percepción social de la enfermedad mental con una mirada de género siempre ratifican que a los hombres que sufren un trastorno mental se les atribuye características de personalidad como la genialidad y, en cambio, a las mujeres se les atribuye debilidad o excentricidad.

Por otro lado, los mandatos de género también impactan en la autopercepción de las enfermedades mentales y la mirada del sistema de salud hacia nosotras. Las mujeres -como planteamos en el párrafo anterior- debemos ser discretas pero, al mismo tiempo, se nos considera demasiado emotivas en general y lábiles emocionalmente; es por ello que cualquier expresión de tristeza, ansiedad, etcétera, que comunicamos en el ámbito de la salud a menudo se traduce en una prescripción de psicofármacos con más facilidad que a los hombres (porque no olvidemos que el aprendizaje de la masculinidad tradicional se basa en gran parte en ocultar las emociones y la vulnerabilidad). Así, la acción médica contribuye a ratificar este estereotipo: que las mujeres somos mentalmente más vulnerables y por eso se nos debe medicar más. Esta situación a menudo lleva a una hipermedicalización de la salud de las mujeres en general y de la mental, en particular.

Pero la cuestión es: ¿qué hay a menudo detrás de los malestares emocionales de las mujeres? Muchos de estos malestares e incluso algunas enfermedades mentales tienen su origen (entre otros) en cuestiones que tienen que ver con las desigualdades de género. Por ejemplo, las violencias machistas vividas a lo largo de la vida. A veces llevan etiquetas diferentes pero todas tienen el machismo como eje común; hablamos de violencias sexuales en la infancia, violencias en relaciones de pareja, acosos sexuales o por razón de sexo en el trabajo, violencias sexuales en diferentes contextos, etcétera; traumas que pueden estar en la raíz de muchas disfunciones que pueden convertirse en enfermedades. Pero, por si nos parece muy lejano, también las desigualdades de género cotidianas pueden estar incidiendo en dolores emocionales que pueden tener amplias consecuencias. Hablamos de cuestiones tan diversas como la presión social para tener el cuerpo perfecto, la mayor dificultad de las mujeres para promocionar en el trabajo o la sobrecarga cotidiana de los cuidados a familiares y un largo etcétera sobre el que podríamos escribir mucho.

Una vez más constatamos que la desigualdad de género, en las formas más camaleónicas, encuentra también en la salud mental un contexto donde afianzarse.

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