Diario de Mallorca

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«Bajo los adoquines, la playa», decían más poetas que revolucionarios los jóvenes de Mayo del 68 en París. «Bajo la arena de la playa, colillas», podríamos decir ahora en Ibiza o Mallorca sin pizca de lirismo. Colillas, sí, digo bien, esas malolientes cosas impregnadas de veneno amalgamado y saliva reseca que nos repugnan. Incluso a los fumadores las de sus propios cigarros recién apagados, qué curioso. Se podría definir la colilla como el rastrojo que le resta al pitillo después de haber intoxicado dos o más pulmones. Así que su desagradable visión es un reflejo estético de lo que significa el tabaco para la salud. Pocas cosas hay en que forma y fondo se correspondan tanto. Todo un maridaje.

La imparable ‘siembra’ de colillas traspasa el umbral urbano y amenaza los rincones más hermosos de la naturaleza, que corren el riesgo de asemejarse a simples solares o descampados. Su acción ‘colonizadora’ sorprende. Siembra un puñado y verás brotar pronto un vertedero. Por eso, además de aparecer solas o agrupadas, se acompañan de otras faunas de residuos urbanos, la mayoría de plástico, de tan variada ralea que ni un esforzado Linneo alcanzaría a clasificarlas.

Pero aquí la reina indiscutible de algunas playas es la colilla. Un sinfín de ellas, casi tantas como granos de arena. Sería deprimente conocer su número exacto por metro cúbico de playa. No solo en Balears. También en otros muchos lugares de nuestras latitudes latinas, con nativos tan proclives a experimentar a toda hora la ley de la gravedad con basuras propias en espacios públicos, como si no acabaran de creerse lo de Newton. «Aquí dejo caer la colilla y allí lanzaré la lata de cerveza tras aquel muro. ¡Joer qué puntería!».

Los residuos de plástico heredarán el Mediterráneo formando flotillas a la deriva, pero serán las colillas sus capitanas. Este verano se han contabilizado éstas por miles en las playas de la isla. Y si no que se lo pregunten a la tropa de la admirable Associació de Voluntaris d’Eivissa que el pasado 18 de septiembre se movilizó para limpiar las playas de Talamanca, ses Figueretes, Platja d’en Bossa y es Cavallet. Por cada una que recogían en superficie aparecían más y más con solo remover la arena; una plaga subterránea en celo perpetuo. Son como las cucarachas: calcula diez por cada una que veas.

Su proveedor principal en dichas playas es esa lacra social que llaman el botellón, una muestra más de la estupidez gregaria en este rincón nuestro del planeta que se dice España. Antes se bebía con más mesura en torno a una mesa o frente a una barra; ahora, masivamente, en el corro nocturno del rebaño a precio de súper. Como todo rebaño que se precie, éste del botellón tampoco deja sin alfombrar el suelo de excrementos, solo que ahora están hechos de colillas, vasos de plástico y cristales rotos. He aquí su primer gran legado a la posteridad, por muchas licenciaturas en curso que reúnan sus miembros. Y eso que en casa sus sufridos padres encima tienen que escuchar de sus bocas una retahíla de ‘ecopalabras’ de moda, tales como sostenibilidad, que repiten como consignas huecas hasta aburrir. Venga dar la matraca riñendo a papá y mamá con que contaminan, para luego, en una noche de botellón, acabar echando por tierra no solo su prédica, sino las más elementales normas de educación.

Además de arrebatarle a un paisaje natural determinado su alma a base de culturizarlo de fealdad pura y dura con su masiva presencia, las colillas son en extremo contaminantes. El Cid dicen que mataba a sus enemigos tanto de vivo como de muerto. Pues bien, a los cigarrillos les pasa igual. De muertos, o sea en insepulto estado colilla, siguen empeñados en seguir haciéndole mal a todo ser viviente, como si en su humeante vida no lo hubieran hecho ya bastante.

Las colillas son especialmente letales cuando alcanzan el mar, circunstancia que materializarán por ejemplo muchas de las de las playas ibicencas a causa de las lluvias o las mareas. Figuran estos desechos humanos entre los más contaminantes y numerosos en océanos y costas. El hombre, que ya es plaga de por sí, tiene por costumbre fabricar objetos que acaban también por serlo.

La extrema toxicidad de las colillas obedece a sus componentes químicos, en especial a sus filtros al concentrar residuos del tabaco fumado. Además, tardan una década en degradarse en las aguas. Eso si antes no han perforado el estómago de algunas criaturas marinas que las confunden con alimento. ¡Qué bichos tan tontos! Pues no. Su confusión no es mayor que la del fumador, que aspira humo sin parar como si de aire de la sierra se tratara.

Como este residuo del cigarro es imparable, acabaré mis días, pues, bañándome enajenado por los años entre colillas ajenas en una cala cualquiera. Incluso, mira tú, llegará el instante de una que me resulte familiar: una colilla amiga entre tanto extraño. «¡Vaya, si ésta es la del último pitillo que se echó mi amigo Pep!». Entonces, al poco, un colosal tsunami de plásticos, coronado de hidropedal con tobogán, cerrará mis ojos para siempre.

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