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Pilar Galan

El sonido del silencio

El lunes, al principio de la tarde, se apagó el mundo. Durante seis horas tres mil quinientos millones de personas (aproximadamente la mitad de la población mundial) sufrieron la caída de Facebook, Instagram y Whatsapp. A medianoche, las tres plataformas fueron volviendo poco a poco a la normalidad, pero para entonces el mal ya estaba hecho. Los pulgares habían recuperado la inmovilidad y los ojos se habían levantado de las pantallas y miraban el mundo circundante con la sensación de extrañeza de quien lo mira por primera vez. No se pudieron subir fotos de postres ni de viajes ni brujulear por las páginas en busca de historias más apasionantes que la nuestra. Por unas horas, tres mil quinientos millones de personas tuvieron que levantar la cabeza y vivir su propia vida, sin compararla con ninguna. En los telediarios, algunos usuarios hablaban de la soledad que habían sentido, de su desamparo, de su angustia. Parecían astronautas o científicos aislados en territorios cubiertos de hielo, solo conectados al mundo por las redes sociales. Durante seis horas, su ventana se había cerrado y no creían posible abrir otra. Muchos volvieron a Twitter, donde un mensaje irónico daba la bienvenida literalmente a todo el mundo; otros, colapsaron Telegram. Me pregunto cuántos se lanzaron a consultar los periódicos, en busca de noticias más fiables, cuántos abrieron un libro, con recelo, como se toma un objeto litúrgico antes de una ceremonia, cuántos se dieron la vuelta hacia su familia o sus compañeros de piso, sin más, y empezaron a hablar sobre cualquier tema. O se echaron a la calle o pidieron sal al vecino de abajo o fueron al cine. Pero no. La mayoría se comportó como si vivieran en la tundra, y eso que no se apagaron los móviles, ni las plataformas de series y películas, ni otras webs de información o entretenimiento. Se apagaron solo tres plataformas, y solo durante seis horas, pero fue el fin del mundo. Sin poder actualizar ni subir historias ni enzarzarse en debates estériles o consultar por enésima vez el grupo donde los cuñados mandan esos vídeos tan graciosos que ya has visto mil veces, para muchos, la vida se volvió una sucesión de minutos sin sentido. A medianoche, la hora mágica, la varita nos devolvió al mundo de la impostura, pero para entonces ya nos habíamos mirado al espejo, habíamos guardado los pulgares y nos habíamos lanzado a la vida, como locos, sin la obligación de hacer fotos para demostrar a los demás que vivimos. Ya sé que es mentira, pero hubiera sido hermoso que sucediera así. Seis horas es poco, quizá la próxima vez seamos capaces de desintoxicarnos, y el apagón nos traiga una luz que ilumine más que el brillo ajustable de las pantallas.

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