Poco hay tan contradictorio en la historia de la humanidad como el fenómeno de la guerra. Difícilmente hay algo peor, pero al mismo tiempo, nada ha sido mayormente glorificado. No hay civilización alguna que no la haya conocido, que no se ha valido de ella para mostrar su poder. Algunas, las más, se deben a ella; y por su derrota han acabado desapareciendo. De aquí, su evidente paradoja: episodios que tanta muerte han deparado son los que marcan la pauta de muchos de nuestros hitos. Ejemplos, a miles. Lo contrario es la excepción.

Hablar de guerra justa, santa y necesaria, induce a la sinrazón cuando no al oxímoron. Algo similar sucede en la expresión de valores bursátiles o de banca ética. «No hay guerras justas porque nunca cabría justificarlas moralmente» sostiene Javier Muguerza. Vencer no es convencer. La razón de la fuerza versus la fuerza de la razón. El imperio de la ley frente al de lo justo. Praxis y moral no acostumbran a cabalgar juntas; los intereses materiales suelen circular por derroteros divergentes de los que diseñan la conciencia y el espíritu humano. Por eso, quienes imponen su verdad precisan necesariamente de la guerra: es un instrumento insustituible. Estas, por tanto, se provocan, se buscan y se encuentran motivaciones para catalogarlas de santas y civiles. En unas y otras rezuma el más hiriente, cínico y mortal de sus significados. Pueblos enteros han sucumbido a la manipulación de sus fes en apoyo de causas criminales; y, lo peor, siguen persistiendo en ello. No hay religión alguna que prescriba las guerras; ninguno de las del Libro lo hace. Es más, sí las hay que las azuzan. La guerra es la manifestación de un fracaso; es el reconocimiento de la incapacidad de resolver su causa por conductos no violentos. «Al asesinato y al crimen se le llama guerra», puntualizaba Joan Mascaró.

Celebrar las batallas comporta la exaltación de una gesta que conlleva al instinto, ¿inevitable?, de la supremacía. Los imperios como modo de imponer las formas de vida metropolitana y la dependencia económica colonial representan la culminación del orgullo nacional. Si no se ha sido imperio no se es nada. Nadie, o casi nadie, ha evitado la tentación de expandir sus limes y, por tanto, ha optado voluntariamente por la guerra. Y ésta, en sus triunfos, marca su cénit. Su gloria, en consecuencia, implica el desarrollo de un exacerbado nacionalismo muy significativamente en los otrora imperios. Por eso sus historias, como no puede ser de otra manera, están fabricadas de guerras. Los contendientes en Lepanto son un ejemplo. Toda invasión acarrea inevitablemente la belicosidad. No hay ocupación sin violencia. La «evangelización» (y sus equivalentes en otras creencias) diseña la ideología del colonialismo. De esta manera, gracias a sus ejércitos, los pueblos elegidos, con la mediación divina - desde Yahvé hasta Alá- han logrado sus objetivos.

¿Qué fue Lepanto? A la luz de su prodigiosa imaginería, bien puede tenerse como un paroxismo de combate en donde se escenificó al unísono la contienda marítima y, gracias a los puentes de barcas, el más genuino de los enfrentamientos cuerpo a cuerpo. No daba para menos. Manuel Rivero recalca su identidad confesional al dirimirse doblemente como cruzada y jihad. Es la guerra santa por antonomasia: un brutal despilfarro económico y un verdadero baño de sangre. Pero, lo más triste, todavía, es lo que vino después, especialmente para el hasta entonces glorioso mundo mediterráneo. El choque entre sus imperios contribuyó a su decadencia definitiva, a su conversión en un escenario del todo secundario en el concierto político y económico internacional, para acabar hoy convertido en una amalgama de turismo de distinta condición y un depósito de cadáveres entre náufragos y refugiados. En palabras de Predrag Matvejevic, «en un mar desgarrado». Por eso, ante el rosario de conmemoraciones que está deparando Lepanto en algunas instituciones académicas de la todavía Monarquía Católica, ya sin apenas gestas que los encumbre, los herederos de aquella liga Santa no tienen otra alternativa que volver al pasado para no fenecer de melancolía.