Entre el incivismo, la incapacidad de Emaya para hacer su trabajo y el sobrevenido muralismo de Cort, nos está quedando la ciudad sucia, inculta y hortera que sin duda merecemos. Palma se parece hoy demasiado a una derrota colectiva, a un fracaso ganado a pulso por todos, a la equivocación que siempre es culpa del otro y a una urbe sin proyecto común y sin ningún compromiso individual con su futuro. Su sello distintivo más logrado son los grafitis que tatúan todas la calles, desde la muralla al extrarradio, símbolo del egocentrismo de los que creen que han venido al mundo para dejar huella imperecedera en el espacio común, confunden las paredes y edificios de la ciudad con su muro de Facebook y todavía pretenden que les demos las gracias por tanta grosería. En versión municipal, los bárbaros también existen. Pónganse a temblar cuando un concejal o concejala pretende «dignficar el espacio público» con un nuevo mural o ejecutar un «plan renove» de parques y jardines. Ayer se cargaron la geometría perfecta de un graderío del Parc de sa Riera con un estampado floral de cortina de baño de Ikea y hoy pintan de color pistacho una humilde pieza del patrimonio industrial del Parc de ses Veles que ya existía en 1920. La actitud de Cort y su imposición por decreto de murales por toda la ciudad al gusto del concejal de turno no se diferencia demasiado a la del ciudadano, por llamarle de un modo convencional, que decide obsequiar a la parroquia con su música a todo volumen, sin importarle nada si invade y violenta hasta el extremo la intimidad de su vecino y destroza su armonía. Es la misma falta de respeto pero en el espacio público, en el heredado patrimonio de todos que también debemos legar y que solo debería modificarse a partir del acuerdo. La imposición causa estragos.
