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María Fernández-Miranda

De Jane Austen a Netflix

Asomada a Twitter, tengo la sensación de que nunca se ha hablado tanto sobre las mujeres y nunca el guirigay ha resultado más confuso. Algunas nos sentimos perdidas en medio de ese fuego cruzado en el que se nos presenta o bien como víctimas indefensas, o bien como personas empoderadas a las que nada se les pone por delante, cuando probablemente a estas alturas no seamos ni lo uno ni lo otro. Los grises, ya saben. Y como la realidad no nos representa, hemos de refugiarnos en la ficción. Al fin y al cabo, si las mujeres de principios del siglo XIX tenían los libros de Jane Austen para dar voz a sus frustraciones, a nosotras siempre nos quedará Netflix.

Las plataformas audiovisuales, nuevas gurús de los tiempos que corren, han sabido detectar el enorme filón que suponen las crisis generacionales en clave femenina. Veamos. ¿No es acaso Valeria un fiel reflejo de la precariedad (laboral y sentimental) que sufren las treintañeras españolas de hoy en día? ¿Hay una manera más fresca de relatar los tabúes a los que se enfrentan las mayores de 65 que a través de los diálogos de Grace and Frankie? ¿Aún hay quien cree que Sexo en Nueva York habla solo sobre zapatos, y no acerca de eso que con tanta cursilería se ha dado en llamar sororidad?

Estos días sigo en mi portátil, antes de acostarme, la última serie televisiva que se ha apuntado a la tendencia de escudriñar en las preocupaciones más íntimas de las mujeres. Se trata de On the verge (Al borde), creada y protagonizada por Julie Delpy, quien regresa a la pantalla con más arrugas, más kilos y más argumentos que aquella joven a la que dio vida hace casi tres décadas en la trilogía romántica Antes del amanecer. Justine (el personaje al que ahora interpreta Delpy) es una chef de éxito apabullante casada con un arquitecto fracasado. En uno de los capítulos, él se derrumba tras recibir la enésima negativa a un proyecto y, cuando ella acude solícita a consolarle diciéndole que no es menos hombre por carecer de trabajo, ha de escuchar cómo a su marido le sale del alma musitar lo siguiente: «Es injusto. Tengo mucho más talento que tú». Hay en esa escena más verdad y más denuncia que en cien mítines de Irene Montero. Porque yo nunca he visto a una amiga sufrir a causa de que en una reunión vecinal no se utilizara el lenguaje inclusivo, pero sí conozco a muchas que se esfuerzan en no brillar demasiado no vaya a ser que espanten al tipo que tienen al lado.

El arquitecto en cuestión, por cierto, cuenta con una mesa de trabajo situada en el espacio más luminoso y aireado de la casa, mientras que Justine escribe su libro de cocina en un cuartucho repleto de rollos de papel higiénico. No se me ocurre metáfora más moderna, ni más efectiva, de la famosa habitación propia que reivindicaba Virginia Woolf. A ella, como a Jane Austen, la acusaron a menudo de escribir sobre naderías, del mismo modo que las consumidoras de estas series sentimos un poco de cargo de conciencia por malgastar el tiempo en tramas superficiales que quizá, si rascamos un poco, no lo sean tanto.

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