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Ramón Aguiló

Escrito sin red | Madre naturaleza

La erupción de Cumbre Vieja en La Palma nos coloca, otra vez, ante la visión que nos ofreció Joseph de Maistre de la naturaleza, tan diferente de la de una madre que nos acuna en sus brazos: la de una madrastra ciega e indiferente al acontecer de los seres vivos. Si entre los vivos no hay instante en que una criatura no esté siendo devorada por otra, por encima de ellas está situado el hombre, cuya mano destructora no perdona nada que viva; mata por alimentarse, mata por vestirse, mata por adornarse, mata por atacar, mata por defenderse, mata por instruirse, mata por divertirse, mata por matar. Se pregunta de Maistre ¿qué ser le exterminará a él que los extermina a todos? Se responde: él mismo. Aquí de Maistre dice que la tierra entera, continuamente empapada de sangre, no es más que un enorme altar en el que todo lo que vive debe inmolarse sin fin, sin medida, sin tregua, hasta la consumación de las cosas, hasta la extinción del mal, hasta la muerte de la muerte. Hoy sabemos que la vida surge de la propia naturaleza (somos polvo de estrellas) y que no hay altar sino universo o universos que son escenarios de cataclismos sin fin que obedecen a las leyes de la física, ajeno a las peripecias de las vidas minúsculas que en su seno se originan.

Decía Schopenhauer en El mundo como voluntad y representación que la naturaleza posee en el más alto grado la belleza objetiva, proporcionando al hombre momentos fugaces de goce estético. Pero cuando se presentan en una relación de hostilidad con el hombre, cuando le amenazan con su poder irresistible, cuando se ve expuesto a su acción destructora, convertido en mero espectador, no pone atención en esta relación hostil, sino que, viéndola se desase de su voluntad y se abandona a la contemplación de lo terrible, entonces, es presa del sentimiento de lo sublime. Este proceso es el que ha protagonizado la ministra de Industria y Turismo, Reyes Maroto, que ha calificado la erupción como un espectáculo maravilloso. En sentido contrario se ha producido entre los afectados que han perdido de forma irreparable, no sólo las propiedades, también todo el cúmulo de testimonio emocional de sus vidas, esa huella emocional que da testimonio de nuestra existencia. Por eso han causado una gran indignación las palabras de la ministra, no sólo por la evocación estética, sino también por haber enfatizado el atractivo turístico de La Palma con motivo de la erupción. La reflexión obligada consiste en dilucidar si los ciudadanos reclaman de sus dirigentes la expresión de sus emociones subjetivas relacionadas con la estética o la empatía de solidarizarse con ellos en los momentos de crisis y desgracia. Es inaceptable que un gobierno que pregona continuamente la necesidad de la empatía para con todos los colectivos que de alguna manera sufren los embates de la vida, se deje arrastrar por la frivolidad de una ministra que antepone sus emociones personales a sus deberes de solidaridad a los que obliga su condición de miembro del gobierno. La ministra ha matizado sus declaraciones, pero el eco se ha dejado oír en La Palma, donde los afectados por las pérdidas materiales y emocionales han dejado patente su desconcierto, su perplejidad y su amargura ante una ministra que no merece serlo.

Uno imaginaba que en estos momentos de angustia y desvalimiento es cuando el Estado debe volcarse con todos los medios a su alcance para minimizar daños, solidarizarse con los afectados y acelerar en lo posible las ayudas materiales para la vuelta a la normalidad de miles de habitantes de La Palma. La presencia del gobierno de la nación es imprescindible. Es obligada la presencia de Sánchez y está bien que antes que estar presente en Nueva York haya recalado en La Palma. Pero Sánchez preside el gobierno, no el Estado. Y lo que La Palma necesita es la solidaridad de todo el Estado. Es por eso que era necesaria y urgente la presencia de FelipeVI. No se entiende cómo se ha podido retrasar tanto su presencia en la isla. Es algo que debería explicar el gobierno. Los mal pensados atribuirán el retraso al afán inconmensurable de protagonismo del césar de La Moncloa, en cuyas manos el rey de España se asemeja al del ajedrez, con movimientos muy limitados y a expensas de los intereses del jugador que quiere ganar la partida a su adversario.

Un acontecimiento como el del volcán de La Palma, al afectar de forma directa a la población, ha despertado la curiosidad de todo el mundo. Hay más de 1.400 volcanes activos en la tierra, 23 de ellos han entrado en erupción en las últimas semanas. En Hawai, Islandia, Méjico, Japón, Congo, Indonesia, Colombia, Nueva Guinea, Vanuatu, etc. Pero los más cercanos son los europeos: el de Islandia, el Vesubio y el Etna. El interés del de La Palma estriba, por una parte, en que las últimas erupciones fueron en 1949 y 1971. Han pasado, por tanto, cincuenta años desde la última erupción; lo que podría haber disipado el temor a la vida en su cercanía. Por otra parte, porque en ningún otro lugar ha podido seguirse con tanto detalle la evolución de los movimientos telúricos que presagiaban la erupción y permitían la completa evacuación de la población afectada, un logro de la ciencia. Un logro relativo, pues ha permitido la evacuación, pero se ha declarado impotente para hacer frente al avance de una colada que ha llegado a alcanzar los 12 metros de altura. Al mismo tiempo, la evolución de la colada volcánica, al principio con una velocidad de unos 700 metros/hora, el miércoles de unos 20 metros/hora, dirigiéndose directamente a zonas edificadas y cultivadas, ha introducido un elemento de dramatización nunca visto que ha despertado el interés de todo el mundo. La contemplación del inexorable avance de la lava tragándose todo tipo de edificaciones y viviendas muestra el poder inmenso de la naturaleza y la angustiosa fragilidad de los humanos. En ese escenario, la presión mediática, auscultando los sentimientos de pérdida de los afectados rezuma falta de pudor y chapoteo en el dolor en busca de la audiencia. Se agradecen los informes científicos a pie del volcán sobre cada uno de los aspectos del fenómeno, pero perturba que la imagen que se nos sirva sea la de Pedro Piqueras a cinco o seis metros del lento pero inexorable frente del monstruo dirigiéndose al mar. Lo banaliza.

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