A finales de los años 70 del siglo pasado los habituales habitantes y visitantes del puerto de Maó se encontraban el agua como si fuera un puré de color entre verde y marronoso que les apartaba de tomar sus baños de antaño. ¿Qué sucedía? Pues que a finales de primavera un «bloom» de microalgas fitoplantónicas afloraba en la superficie de aquellas aguas. Esta capa superficial, de más o menos un palmo de espesor, impedía el paso de la luz solar y negaba así la posibilidad de fotosíntesis a partir de niveles de un metro de profundidad y, con ello, la liberación de oxígeno al agua. Todo esto, acompañado del trabajo de las bacterias transformadoras de la materia orgánica en inorgánica que necesitan oxígeno para realizar su función y que lo tomaban de carbonatos convirtiéndolos en metano, de sulfatos pasándolos a sulfuros y de nitratos reduciéndolos a amonio, provocaba la existencia de una zona anóxica que impedía cualquier vida. Así morían las famosas escupinyes endémicas del lugar, mejillones, etc.

Había que analizar estos episodios y encontrar una solución al problema. El estudio se nos encomendó a un grupo de científicos del Centro Oceanográfico de Balears y nos pusimos manos a la obra. Realizamos un monitoreo de la zona durante dos años, tomando muestras de oxígeno disuelto, nutrientes, fósforo orgánico, sulfuros, niveles de iluminación del agua, temperatura, salinidad. Observamos que en septiembre-octubre el «puré» desaparecía y la columna de agua se iba oxigenando paulatinamente. Ello coincidía con las primeras «tramuntanadas» de la temporada otoñal que removían y homogenizaban la columna de agua antes mencionada. Esta situación se mantenía hasta finales de primavera en que se producía otro «bloom». Era preciso conocer los inputs que sufrían las aguas del puerto. Bueno pues las aguas residuales de la población, ricas en nutrientes fosfatados y nitrogenados se vertían directamente a las aguas del puerto. Colateralmente, el cloro que utilizaba una compañía eléctrica para desincrustar los organismos de sus tuberías de refrigeración iba también a parar a las aguas. Todo ello unido a la baja tasa de intercambio de agua con el exterior (el puerto es como una cubeta de unos 5 kilómetros de largo con poca relativa profundidad en su bocana), provocaba este fenómeno que conocemos como eutrofización.

En el caso del Mar Menor, el problema es muy parecido y el proceso análogo: la eutrofización, que conduce a zonas de anoxia. Lo que sí cambia es la procedencia de los nutrientes, los nitrogenados provienen del acuífero subyacente del Campo de Cartagena y los fosfatos entran por escorrentía (según mis informaciones).

Por desgracia, estos episodios que afectan al Mar Menor son de mucha mayor magnitud que los que afectaban al puerto de Maó por el hecho de su mayor extensión y, consecuentemente, las imágenes de peces y crustáceos muertos son mucho más impactantes. Las especies marinas que allí habitan son de gran importancia comercial y de su extracción viven muchas familias. El descalabro económico también se observa en la zona ribereña vacacional.

Y ustedes se pueden preguntar: ¿Llegó a solucionarse el problema de Maó? Pues la respuesta es sí. Se instaló un emisario submarino a 50 metros de profundidad frente a la bocana del puerto y allí, en mar abierto, con corrientes, los nutrientes no producen el mismo efecto nocivo que en aguas más quietas. Lógicamente la regeneración de las aguas del puerto de Maó no fue de un día para otro. Los bivalvos que allí crecían debían pasar por una depuradora para poder ser comestibles.

Algunos de los «expertos» que tanto mencionan los políticos, achacan la última crisis del Mar Menor a las altas temperaturas alcanzadas anormalmente este año. También hicieron referencia a la gota fría sufrida este año por esta zona. No son estas las causas sino la eutrofización, fenómeno provocado por influencia humana. De alguna forma hay que impedir la entrada de excesos de nutrientes en estas aguas. Ojalá la solución al problema pueda ser similar a la aplicada en Maó.