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Ramón Punset

Europa después de Merkel

La UE no puede ser un cajón de sastre, sino que requiere

una sola voz y paridad en la toma de decisiones

AEuropa le cuesta hacerse adulta y sólo a golpes de crisis existenciales avanza en su compleja integración. Los líderes europeos lo son exclusivamente de sus respectivos Estados nacionales, no del proceso de unificación. Alemania es el mejor ejemplo de ello, precisamente porque se trata del país más poderoso económicamente de la Unión. De la Germania de Angela Merkel bien podría decirse lo mismo que de la Gran Bretaña imperial: que no tiene amigos ni enemigos, sino únicamente intereses comerciales.

Lo cual se advierte particularmente en el solipsismo egocéntrico de su política exterior, como testimonia paladinamente su acuerdo con Vladímir Putin en orden a la finalización del Nord Stream 2, un gasoducto construido en alta mar para el transporte directo de gas natural desde Rusia hasta Alemania. Esto desagrada, por supuesto, a Ucrania, que se lucra del actual transporte de gas ruso a través de su territorio, pero también a Suecia, Polonia, los países bálticos y hasta a los Estados Unidos, tanto por motivos económicos y medioambientales como, sobre todo, geopolíticos, al hacer a Europa más vulnerable ante los rusos y al mismo tiempo favorecer a un régimen autoritario como el de Moscú, aliviando la asfixia económica derivada de las sanciones impuestas por sus abusos expansionistas (Crimea, el Donetsk) y su maltrato de la oposición interna (asunto Navalny, entre otros). El príncipe envenenador Putin ha mantenido decenas de entrevistas con la canciller germana, en el poder desde 2005. Merkel habla ruso fluidamente con alguien que se expresa en alemán a la perfección, fruto de su antigua estancia en Berlín Oriental como agente del KGB soviético. Hay, en suma, cierta química entre ambos, al haber vivido y estudiado Merkel en la antigua República Democrática Alemana. Aparte de esto, la «östpolitik» (la política de acercamiento a Rusia, en este caso) entendida como una forma de «realpolitik» (una política pragmática, no ideologizada) constituye una tradición alemana al menos desde Willy Brandt. Y, todo sea dicho, no es completamente descabellada, a condición de que se trate de una política de toda la UE y acordada por sus instituciones.

Angela Merkel no desea continuar en la Cancillería y no se presenta a las elecciones federales de finales de septiembre, pero su legado es claro: Alemania no es, ni quiere serlo, una potencia militar, como lo fue, para desdicha propia y ajena, entre 1870 y 1945. Pero se trata de la primera potencia económica del continente y pretende que Bruselas se pliegue siempre a sus intereses hegemónicos. En toda su trayectoria europea poco se parece Merkel a su padrino político, Helmut Kohl, quien obtuvo la reunificación alemana a cambio de aceptar el euro y liquidar el marco. Que detrás de esto, y por encima de su peculiar contingencia histórica, había toda una filosofía de la integración europea como compromiso y proyecto de futuro se refleja en este lamento de Kohl: «¿Qué hace Angela con mi Europa?».

En efecto, cuando se produjo la Gran Recesión, Merkel impuso su política de austeridad económica homicida contra los endeudados socios europeos (Irlanda y los países del sur, principalmente), lo que parecía convenir, desde la inveterada estrechez de miras germana, a una nación de acreedores como la suya (por lo menos convenía a los Bancos alemanes tenedores de deuda pública de los sureños despilfarradores). En cambio, con la explosión de la pandemia sucede todo lo contrario: dinero a espuertas para evitar entrar en recesión y comprometer el libre flujo de la economía exportadora alemana. La denominada primero «chica de Kohl» y luego la «madrecita» alemana (apelativos ambos de regusto machista, ciertamente) nunca se ha tomado en serio el proyecto político europeo, en el que únicamente parece ver la tentativa francesa de equilibrar el desajuste de poder que ocasiona dentro de Europa el poderío económico alemán.

¿Y después de Merkel, qué? En este momento Europa es un atiborrado cajón de sastre, en el que se amontonan Estados de las más diversas formas, tamaños y estructuras. También eso se lo debemos a Alemania, siempre ansiosa de nuevos territorios que colonizar económicamente: primero contribuyó a descuartizar Yugoslavia y luego a incorporar los nuevos fragmentos estatales resultantes dentro de la UE. Cabe preguntarse hasta cuándo seguirá este modelo de dependencia de Berlín, incluidos los arrogantes remilgos de su Tribunal Constitucional y de su Bundesbank ante cada avance unificador europeo. Una Europa alemana -en lugar de una Alemania europea, como querían desde Adenauer hasta Kohl- puede convertirse en otra pesadilla distópica «made in Germany». Necesitamos un Ejército europeo, un presupuesto europeo, un sistema tributario europeo y una política internacional europea verdaderamente independiente. La catastrófica salida de Afganistán constituye un serio aviso: no hay que romper, desde luego, ninguna alianza con nuestros socios atlánticos, pero debemos hablar dentro de ella con una sola voz, y a partir de ahí exigir paridad en la toma de decisiones.

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