Diario de Mallorca

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José Carlos Llop

Síndromes del acabóse

Tengo una teoría, peregrina como tantas teorías, sobre el daño que han hecho a la costa los alegres anuncios cuyo escenario ha sido el mar Mediterráneo, sus orillas y cercanías. Este daño ha despertado el interés por parajes escondidos, lugares menos civilizados y paisajes áridos que nunca antes, repito, se miraban de cara. Se ha sustituido el Síndrome Portals, para entendernos, por el Síndrome Vive Mediterráneamente. Y venga selfies. Esto implica muchas cosas y no necesariamente tan buenas como los baños y la tranquilidad en las costas menos frecuentadas. Pero no arranca de un anuncio de cerveza, aunque el anuncio de la cerveza de marras -su cita veraniega con el Mediterráneo- haya extendido el mal hasta lugares adonde no había llegado y quizá no hubiera llegado jamás. Sí en cambio de esas secciones en los periódicos que empezaron hace un par de décadas y que consistían en mapitas y alguna foto, más un pequeño comentario sobre cómo llegar al paraíso escondido. Resultado: dejó de estar escondido y por tanto dejó de ser paraíso. 

-‘Usted lo que es, es un raro’. Pues sí; en esto, al menos. Siempre me ha gustado -herencia de mi padre, que nos llevaba a Betlem y aquello era de una aridez bíblica y una soledad antigua- el verano retirado y si me apuran un punto entre monacal y eremítico. No me interesa, en verano, hacer sociedad o bañarme como en un Ganges chic, ni nada parecido. Es un período de ensimismamiento en el paisaje, el clima -cuanto más duro, mejor- y el mar. Y bastante productivo si hablamos de creación literaria y otras cuestiones que importan a pocos. Por eso, cuando este verano se ha popularizado con rasgar de vestiduras la absurda demografía en Es Caló d’es Moro -que ya venía de antes-, he pensado en el atasco de la carretera de Deià a puesta de sol -con cientos de personas aplaudiendo copa en mano como en Formentera y algunos sitios de Eivissa-, en la saturación de Es Trenc y qué bonito, qué bonito, en el camino de Cala Varques y el delictivo asalto a fincas vecinas para llegar antes a zona inaccesible, o en la misma Cala Deià a partir de las once de la mañana y no sigo por no asfixiar.

Hay un término, ya viejo, que se inventó en París y es el de Bohemian-Bourgeois, que rápidamente derivó en su apócope: Bo-Bo (léase tal cual). Consiste, por un lado, en tener bastante dinero en la cuenta corriente y vestir como si no (aunque las camisetas y los raídos vaqueros son de gran calidad y precio estratosférico), llevar el coche polvoriento-un Volvo familiar, si es posible, o un Range-Rover viejo, o un Defender, mejor- y su interior hecho un caos de papeles, botellas, telas y lo que haga falta. Consiste en que en la propia casa nada parezca hecho hoy. Consiste en ocupar los lugares donde antes habitaron los artistas, pobres como ratas, y revalorizarlos inmobiliariamente hasta la fatiga. Consiste en muchas más cosas y algunas les han de sonar porque las ven casi a diario. Ser, diríamos, un pijo, pero aparentar una forma de vida que no es natural sino usurpada. Y ser ecoló de salón y partidario, por ejemplo, del slow-food (que sólo pueden practicar los que no se ganan la vida trabajando) y otras lindezas, pero llenar de mierda el Himalaya (que es una excursión muy cara) hasta que encontremos otra cosa y va siendo difícil. Tal vez Jeff Bezos nos señale el camino. 

Los vicios son contagiosos y se expanden. Todo esto tiene su compañía en la invasión a pie, en coche o en las ruidosas motos náuticas (el diablo las confunda) de los supuestos paraísos a manos de los que no son Bo-Bos pero también quieren su parte alícuota del botín: las invasiones bárbaras. Atraídos por las imágenes de playas vacías y algún cobertizo primitivo que les hace sentirse a principios del Cuaternario, emprenden su camino como los españoles en el Amazonas de Aguirre: a sangre y fuego si es necesario. No, no hay indios muertos, pero se rompen vallas, se cortan telas metálicas, se destrozan parets seques, se atacan marges y lo que haga falta con tal de llegar al paraíso prometido: El Dorado de las calas mallorquinas (véase como ejemplo paradigmático, Cala Varques). Esto es fruto de una época poco respetuosa en general y menos respetuosa aún con las viejas costumbres insulares, pero lo que añade caos al caos es la abstención de las instituciones. El ayuntamiento de Deià va poniendo cierto coto a la invasión vespertina de la carretera; Es Caló d’es Moro, por vía privada, impone filas colegiales e instaura un numerus clausus (algo cómico, pero bueno) y ya se verá en el resto, aunque siempre demasiado tarde. Pero si una cala es inaccesible por tierra y se ha convertido en un imán de masas, hay que hacerla accesible facilitando un camino municipal -o sea público- que no perjudique a nadie e impida el asalto, vandalismo y allanamiento de propiedad privada que está sucediendo, día sí y día también, en las fincas colindantes a Cala Varques. Es sólo una idea para no sentirse otro bárbaro en tierra extraña y que el entorno de Cala Varques acabe siendo -si no lo es ya- un sucedáneo local del Himalaya y los mallorquines, sherpas sin trabajo. Mientras tanto, sigamos quejándonos de los plásticos en el mar.  

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