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Alex Volney

Un E. Flynn en la CNT

Agustí Hernández. CNT. Santa Catalina. Archivo familiar

Andaba en casa del técnico de la averiada máquina detectora de imbéciles, un fabuloso y auténtico amigo de mi padre al que hace medio siglo que tengo el gusto de conocer. Y con esas estábamos en su concesionario de la patente del artefacto que creara el insigne e irrepetible F. Fernán Gómez y en el mismo momento que lo recordábamos en su cien aniversario, los cincuenteros puntualizando incluso esa genuina voz en los dibujos del caballero andante de los setenta, cuando vino así de golpe la revelación, o como pasados los ochenta un hijo todavía crece en orgullo hacia su padre y nos abre confesión casi un siglo más tarde. Todos boquiabiertos.

Parece ser que la cuestión obrera y sindical en Mallorca, y en Palma en particular, tuvieron o tienen todavía sus puntos en el aire. Se puede creer que casi se podría demostrar que el legado sindical en Ciutat tiene sus agujeros negros y mantiene intactos sus vacíos. Los especuladores inmobiliarios planean sobre el solar de la Casa del Pueblo mientras un nutrido número de historiadores siempre han advertido de esos capítulos que quedaron por escribir. Capítulos que voluntariamente un grupo de jóvenes, adrede, enviarían al fuego del olvido por seguridad de aquellas y aquellos que apostaron por la vida contra aquellas y aquellos que lo hicieron por la muerte.

La importancia intrínseca es relativa. Los historiadores analizaron los años pasados, las causas y consecuencias. Algunas líneas eran totalmente rectas en la lucha anarcosindicalista en la defensa de los jornales y en el desafío de una autoridad opresora en una manifestación muy sana y natural dentro del panorama obrero europeo. Esas inexplicables páginas en blanco de nuestra historia lógicamente, en sus silencios, tienen sus protagonistas.

El padre de nuestro célebre anfitrión había nacido en el carrer Gran de Santa Catalina, sus padres también eran cataliners. Vivieron en la Plaça del Vapor justo debajo del bar Cuba. Nuestro protagonista se llamaba Agustí Hernández y era uno de los críos que correteaban por el marinero barrio de principios del siglo veinte. Muy joven entraría en la fábrica de Can Llofriu que disponía de tres turnos de ocho horas, sin parar nunca sus máquinas. No cerraban. Recuerden que de lo que hoy es la calle Industria y sus molinos hasta el actual paseo Marítimo la actividad obrera, en este barrio y a tocar de Son Espanyolet, suponía una bolsa demográfica que llenaba el Ponent de Ciutat de votos republicanofederales.

Fue en esta fábrica que Agustí se afilia a la CNT, la sede de los anarquistas se encontraba en las Avenidas. El local estaba justo encima de un bar bien concurrido. Esta historia oculta no tiene bibliografía y en ella todo es novedad. Los estudiosos constataron, uno tras otro, el enorme vacío que quedó en el campo libertario, ustedes ya conocen el resto y podemos fácilmente situarnos ya entre el dieciséis, diecisiete y dieciocho de julio de 1936 en Palma. Sin perder más tiempo. Cuando se hace efectivo el golpe de estado en la isla esos jóvenes de Santa Catalina (y otros barrios) ya se han organizado horas antes para actuar con celeridad. En plena avenida y de noche se han lanzado dos o tres de ellos desde los tejados y con cuerdas, atados, han entrado reventando los cristales de los ventanales. Sí, entran en la sede y consiguen llenar unas sacas con toda la documentación del sindicato. Esa noche los bares están cerrados y el de abajo como los demás. El estruendo es importante, pero hay poco movimiento en las calles pues se intuye todo aquello que se avecina. Cuando estalla el movimiento esos jóvenes se apresuran a vaciar los sacos y ya están escondidos en la calle Colubí y van quemando, justo delante del edificio de las Escolapias, cualquier papel que van «aireando». Uno sacaba y otro hojeaba velozmente, el tercero lo sumergía en el fuego y un cuarto llevaba las cenizas a la fuente del patio, una cisterna como las demás. Pueden imaginar, según relata su hijo que ha permanecido tantos años en silencio, la tensión y lo apresurado del plan que termina funcionando plenamente pues cuando entran por la mañana los falangistas no encuentran los papeles y no pueden extender su terror todavía más de lo que ya pretenden asesinando indiscriminadamente a miles de personas por motivos ideológicos o incluso por ningún motivo.

Gracias a esta actuación hollywoodiense no los van a identificar nunca, almenos no los van a poder encontrar a todos. Lógicamente nadie estaba para celebraciones, pero la operación tiene unas consecuencias de gran importancia. Escena de peli. Cuerdas, cristales rotos y botín para salvar unos centenares de nombres y llenar de esperanza su negro futuro.

Obviamente que Agustí Hernández estuvo detenido, con paseíllo incluido y amago de ejecución pero por la conocida foto que protagonizaba llevando al capitán Bayo a hombros en una celebración sindicalista. Nunca pudieron enterarse bien del capítulo de las avenidas y los papeles destruidos dejaron bien guardado en secreto un tramo de pasado. A parte de sus ideas, por ser hijo de viuda no había hecho la mili y le obligaron a presentarse voluntario. Un cuñado falangista lo enroló y lo sacó de allí. Atrás quedaba la épica, era el momento de mimetizarse.

Agustí que trabajó más tarde delante del Triquet recordaba los bombardeos de los suyos sobre Palma. Tras la guerra se volvió invisible aunque siempre se sintió republicano y se ponía al día con Radio Pirenaica y «así se enteraban de como iba el mundo». Siempre estuvo orgulloso de la actuación que tuvieron y de lo efectiva que fue esa operación. Su hijo, hoy todo un venerable ochentón, sale del armario con esta sencilla historia. Él y su familia bien orgullosos están de un padre que puso la vida por delante de la muerte. La suya y la de muchos. A ellos dedico este espacio.

Estudiosos atiendan este capítulo, puede que les ayude a llenar alguna página en blanco. Orgulloso está el hombre que ha facilitado este verídico relato aunque por motivos muy respetables su nombre no haremos público por aquello de que no le hagan perder tiempo esos días grises en que, en este país, el detector de imbéciles yace estropeado.

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