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Juan Soto

Volver a los perros sin raza

En mi familia, hablar de política ha consistido siempre en un deporte. Polemizar y atacar, acusarse de cosas que todos saben que no son ciertas y, tras la trifulca, que no fuera necesario escenificar una reconciliación

Mi primer recuerdo de la palabra «política» consiste en una discusión absolutamente demencial entre los dos bandos de la guerra civil española, con arcabuz verbal, representados por mi familia en casa de mi yaya. No sé cuándo exactamente, porque eran constantes. En unas trincheras mis tíos católicos y de derechas, y en las otras mi madre y mi tía, rojas y ateas, con mi padre metiendo cizaña a diestro y siniestro, mi yayo viendo la tele bajo los alaridos y mi yaya suspirando que haya paz entre sus hijos. En un momento dado los gritos iban bajando de intensidad, alguien cambiaba de tema y todo volvía a la tregua y la alegría. Ni una sola de las barbaridades que se habían dedicado -se acusaban de ser cómplices de los asesinos de Lorca, de querer quemar vivas a las monjas dentro de sus conventos, etc- pesaba en los ánimos.

En aquel tiempo, tendría yo ocho o nueve años, con mi amigo Samuel Marín Jover me dio por jugar a «hablar de política». Esto consistía en empezar a decir cosas que oíamos decir (viva el PP, viva el PSOE) y acabar rodando a palos por el suelo de la habitación en el clímax. Debió ser cuando Aznar quería entrar en la Moncloa y mi padre le decía a mi madre que él iba a votar a ese tío con carisma mientras ella lo insultaba, se mesaba los cabellos y lo llamaba «facha», de nuevo sin que estas escenas les torcieran nunca el ánimo o la relación. De modo que, al menos en mi familia, hablar de política ha consistido siempre en un deporte. Polemizar y atacar, acusarse de cosas que todos saben que no son ciertas, enzarzarse como judocas de la retórica, levantar la voz y, tras la trifulca, que no fuera necesario escenificar una reconciliación.

Siempre lo digo, aunque nadie me lo pregunte: no hay mayor educación política para un español del siglo XXI, no hay mejor herencia, legado más imprescindible, que haberse criado en una familia mezclada, sin raza, con representantes aguerridos de los dos bandos de siempre dispuestos a decir lo que piensan a gritos, es decir: una familia sin un pedigrí ideológico. Un abuelo rojo y otro abuelo facha son la mejor forja para construir ciudadanos pacíficos, transigentes y democráticos, si no la única. Porque ahí es donde, con un poco de suerte, separas a los individuos de su ideología, ejercicio que no todo el mundo sabe hacer, y que cada vez menos personas parecen dispuestas a intentar siquiera.

Gracias a mi familia supe dos cosas: que discutir de política no tiene que implicar una renuncia al cariño, y que la intersección entre la personalidad y la ideología no siempre es coherente, con lo que, de la misma forma que uno puede ser un rojo de boquilla y no cumplir principios morales que tanto cacarea, también se puede ser un facha de boquilla y tratar muy bien a la gente de grupos supuestamente amenazadores o despreciados. Es decir: que tan habitual como el anticapitalista con iPhone es el facha que luego resulta ser tolerante. Es algo mucho más común de lo que nos dice la propaganda.

Aquellas discusiones tremebundas sin riesgo ni dolor son algo a lo que me gustaría volver. Pero para esto tendremos que dejemos de percibir al que piensa distinto como una amenaza, para lo cual habremos tenido que dejar de esnifar polarización.

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