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Norberto Alcover

En aquel tiempo | Quietud: de Burwitz a Afganistán

Cuando tuve en mis manos el catálogo de la reciente exposición de Nils Burwitz en memoria sobre los bancales de Valldemossa, dedicada a la persona y memoria de su ya fallecida mujer, Marina, esa quietud tan largamente buscada desde las aguas de Portocolom, hace ya semanas, explosionó llevándome hasta el vértigo. Porque en cada una de sus páginas, en las que se conjugan acuarela y texto, se desarrolla una historia de amor tan bella, tan armoniosamente humana y tan serenante de cualesquiera pasiones, que, sin poderlo evitar te lleva casi hasta las lágrimas. Nunca podré agradecerle a Nils, de tan vieja amistad, este regalo, que no es solamente a mí porque lo es a todo el pueblo de Valldemossa y en definitiva a nuestra isla entera. Cómo me gustaría que «las autoridades correspondientes» reaccionaran ante una persona como la de este permanente exiliado del infinito, que nos lega una obra como la que puso en mis manos hace pocos días. Los bancales de Valldemossa, la historia de amor con Marina, la versatilidad del arte y sobre todo, ese empeño incansable por elevarnos hacia ese reino siempre ansiado y que se llama «belleza». Burwitz, amigo y hermano, gracias por tantas cosas escondidas en unas páginas memorables, donde luce sin descanso Marina, tu mujer.

Tanta explosión de quietud se inscribía en ese piélago de inquietud con que había avanzado agosto, cuando Occidente decidía abandonar tierras orientales, una vez que ya no le interesaran sus hombres y mujeres, enfrentados a un seguro terror. Durante años, como tantos otros, tuve la convicción de que Estados Unidos y la coalición de la OTAN, estaban en tierra afgana para conseguir lo casi inconseguible en tal zona del planeta: instaurar una auténtica democracia. Al estilo afgano, por supuesto, pero democracia a fin de cuentas, en que los derechos humanos se respetaran y las mujeres pudieran vivir como señoras de su tierra y de ellas mismas. Valía la pena dejarse el dinero, las armas y la presencia de militares como soporte necesario. Desterrados los radicales islamistas de una vez por todas. Vencidos el ISIS y el Talibán.

Es cierto que llegaban noticias de una corrupción sin cuento, de evidente debilidad del ejército oficial y de una latente presencia talibán en territorio afgano. Pero yo al menos, tenía la seguridad de que Estados Unidos y la coalición de la OTAN jamás dejarían en cueros a todos los que habían confiado en ellos. Pero me equivoqué: un día cualquiera, el discreto presidente del país democrático por excelencia, anunciaba la retirada de sus paisanos y, de refilón, de todos los países coaligados para hacer frente al terror. Sí, junto a tantos otros, me equivoqué. Y una inquietud lacerante comenzó a dominar el final del estío, solamente interrumpida, ahora lo comprenderá mucho mejor el lector, por el catálogo de Burwitz con que he comenzado estas líneas.

Todo lo anterior nos lleva a reflexionar sobre una cuestión que preferimos marginar porque carecemos de soluciones ante su contundencia: la presencia del Islam en las sociedades occidentales, no solo como ciudadanos pacíficos y respetuosos con nuestra democracia, pero también como referentes de inclinaciones islamistas destructoras y totalitarias. Desde la caída de las Torres Gemelas en el corazón de Occidente, de la ONU y de la OTAN, todo junto, desde entonces vivimos oscilantes ante la presencia del Islam entre nosotros, pero no acabamos de exigir a los ciudadanos creyentes en Alá muestras explícitas de inculturación y de repulsa ante las barbaridades de sus congéneres terroristas. Nosotros abrimos las puertas de nuestras sociedades y de nuestra cultura al Islam, pero toca al Islam dar muestras de que está realmente interesado por occidente y su forma de vida. Nada sería peor para nosotros, occidentales de tradición cristiana e ilustrada, la creación de «grupúsculos islamistas» ajenos a todo lo que de verdad nos interesa. Si les abrimos las puertas, como haremos ahora con los afganos fugitivos, es lógico exigirles que entren pero aceptando nuestras propuestas. No es una cuestión absolutamente religiosa, pero sí tiene que ver con la concepción democrática de la existencia… tan vinculada, en su caso, a la concepción teocrática del Corán. Para ulteriores precisiones, me remito al excelente artículo aparecido el domingo pasado en estas mismas páginas, obra de Jorge Dezcallar, quien no en vano es Embajador de España, titulado Lecciones de Afganistán. Repito: es hora de que reflexionemos en profundidad sobre nuestras relaciones con el Islam, si bien sea difícil por la pluralidad de interpretaciones que el mismo Islam hace de su identidad y de su proyección social en Occidente.

Nos hemos escapado de un mundo que desconocíamos en profundidad y al que nunca hemos tenido capacidad de ayudar a revisar los fundamentos de sus estructuras sociales en virtud de determinados principios religiosos. De la misma manera que mantenemos un silencio cómplice con países de obediencia islamista aparentemente pacífica, pero que nadan en la riqueza que proporciona el petróleo. Y que, en tantas ocasiones, apoyan regímenes antidemocráticos y hasta criminales. Occidente es víctima de su pánico a perder privilegios históricos y entonces se traiciona a sí mismo en una bacanal de contradicciones, la última de las cuales ha sido la fuga ignominiosa de un territorio donde pudo haberse establecido un encuentro histórico. Un gravísimo error no solamente del señor Biden porque también del Occidente que le acompañó en su aventura.

Pero el curso se abre con las acuarelas y los textos de Burwitz, prolongados con enorme belleza por José Carlos Llop. Y tales acuarelas y tales textos superan la inquietud que lo sucedido en Afganistán ha invadido mi alma. Occidente está enfermo y el Islam merece una autoreflexión urgente. Ojalá ambos se reencuentren más allá de sus contradicciones, poniendo por encima de todo la fraternidad que extermina el odio. Ojalá.

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