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Daniel Capó

Las cuentas de la vida | Vida pública

Donde se reivindican los beneficios de la vida oculta frente a la ideologización de la cotidianidad

Ilustración

Como todo es un poco de risa menos la desgracia, los talibanes de la moral intentan que convirtamos en ideología nuestra vida cotidiana. El más mínimo gesto, palabra o decisión suma o resta puntos en el imaginario carné de la corrección política. Por supuesto que no es algo nuevo. Optar por la escuela pública o por la concertada, por un seguro privado o por la Seguridad Social supone una marca de clase, tanto como la lengua que se habla en casa o ser del Madrid, del Barça o del Atleti. Creemos que nuestra identidad se muestra desnuda con sus contradicciones y, sin embargo, sucede al contrario: el rey puede andar desnudo, pero nosotros –nos guste o no– salimos a la calle ataviados con la narrativa que la sociedad nos asigna. Y seguramente guste a una mayoría, porque, si no, a qué tanto exhibirse en las redes sociales: fotos en las playas de moda, menú vietnamita y la suma de todas las virtudes correspondientes (que cambiarán, ¿cómo no?, según soplen los vientos). A falta de ascesis, salir a la calle tan bien vestidos fatiga el alma.

Decían los monjes cistercienses del XII que «el trabajo, la vida oculta y la pobreza voluntaria son las auténticas insignias que ennoblecen al hombre». De las tres, nuestro tiempo hace ascos especialmente a la vida oculta. Vendemos gratuitamente nuestra biografía a las grandes corporaciones tecnológicas, mientras nos entretenemos convirtiendo Instagram en un semillero de instantes estelares. La normalidad se embrutece cuando la transformamos en un símbolo divisivo. Ahí están los negacionistas que juegan a proclamar en el desierto los signos de un Apocalipsis desencadenado por la vacunación masiva; a la vez que, a contrario sensu, se ha vuelto de buen tono sonreír ante la cámara mientras te pinchan el brazo. ¿Por qué no dejamos a la gente en paz, sin querer protagonizar una y otra vez el prime time de un Gran Hermano cualquiera? El trabajo es el remedio a los males de la ociosidad; la pobreza voluntaria, al consumismo compulsivo; y la vida oculta, el antídoto de las guerras culturales que ya no saben –o no quieren– reconocer en el prójimo una fuente de auténtica humanidad.

Dejar en paz a la gente. Resulta más fácil decirlo que llevarlo a la práctica. El ejemplo de la vacuna: ¿debería ser obligatoria o no? ¿La presión social sobre los negacionistas tiene que llegar al punto de la segregación? No hay respuestas sencillas, aunque esté en juego la salud pública. Los errores que han cometido las autoridades sanitarias a lo largo de la crisis del coronavirus han sido tan numerosos que invitan a guardar cierta prudencia. No me malinterpreten: me he vacunado y deseo que la vacunación llegue al cien por cien de la población mundial. Estoy convencido de que las vacunas basadas en el ARN mensajero van a suponer -ya lo han hecho- un salto de gigante para la medicina a lo largo de esta década. Pero soy sensible también a los argumentos de la libertad de cada uno: la conciencia como regente. Cualquier discrepancia, en definitiva, debería tratarse no con la cultura del desprecio, sino con una afirmación propositiva. Si la verdad va a resplandecer al final del camino, no la ocultemos bajo las cenizas de la ira y de la división ideológicas, tan cansinas como peligrosas.

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