Después de promediar durante la segunda década del siglo XXI un escaso 1,3% anual en el Viejo Continente, las presiones inflacionistas se están intensificando con claridad en el mundo poscovid, gracias a una conjunción de factores, algunos transitorios, aunque otros tendrán una mayor permanencia en el tiempo.

En primer lugar, recordemos la definición clásica de la inflación: una subida continuada en el nivel de precios del conjunto de bienes y servicios, como consecuencia de un desequilibrio entre la demanda y la oferta. Concretamente, cuando la demanda es superior a la oferta.

Pues bien, el repunte de precios que estamos experimentando en 2021 es consecuencia de ambos elementos. En primer lugar, existen una serie de cuellos de botella que afectan a la oferta, sobre todo en el sector manufacturero, que se producen en el momento en que muchas empresas tienen dificultades para volver a sus niveles de producción previos al estallido de la pandemia. Por otra parte, existen factores de demanda derivados de los fuertes estímulos fiscales que se han desplegado tanto en Europa como, sobre todo, en Estados Unidos. Las autoridades de las economías avanzadas han implementado multitud de programas de ayuda pandémicos, que han mantenido los ingresos de las capas de población más vulnerables.

Como vemos, existen todo tipo de factores para explicar el reciente repunte en las tasas de inflación, algunos de ellos transitorios. Otros, por el contrario, no desaparecerán tan fácilmente: el proceso de transición energética generará costes que podrían ser persistentes, como hemos percibido con claridad en el recibo de la luz, muy afectado por el fuerte repunte de los precios de los derechos de emisión de CO2, que no es probable que se moderen a corto plazo. Es cierto que el repunte de los precios se irá moderando conforme pasen los meses. La combinación entre unos tipos de interés bajos y unas elevadas tasas de inflación no es deseable para los agentes económicos, que ven cómo el poder adquisitivo de sus rentas y ahorros se va erosionando poco a poco. A la inflación se le ha llamado el impuesto silencioso. Recordemos que esto es lo que llevan persiguiendo los bancos centrales durante la última década, para facilitar la digestión de la gran carga de endeudamiento. La sostenibilidad de la deuda pública, en un entorno de déficit fiscal como el que sufrimos en España, depende de que el nivel de crecimiento nominal del país sea superior a los tipos de interés medios de su deuda.

Existen todo tipo de factores para explicar el reciente repunte en las tasas de inflación, algunos de ellos transitorios.

Al mismo tiempo, se le ha llamado el impuesto de los pobres, ya que normalmente las capas más desfavorecidas de la población tienen muchas más dificultades para encontrar escapatorias al efecto de la subida de los precios. Un salario de 1.000 euros, con una inflación de 2%, se convierte en uno de 980 euros en solo un año. Al cabo de 20 años, habríamos perdido la tercera parte de poder adquisitivo. Pues bien, en estos momentos, la verdadera medida del riesgo va a ser no poder compensar los efectos negativos de la inflación sobre nuestro patrimonio. Dejar el dinero en la cuenta o en depósitos a plazo ya no es una opción válida para muchos ahorradores tradicionales, que se verán obligados a abandonar su zona de confort y adentrarse progresivamente en el mundo de la inversión, que implica volatilidad pero que, al mismo tiempo, ofrece el potencial de rentabilidad necesario para que podamos proteger nuestro patrimonio contra los efectos negativos del aumento de los precios en el largo plazo.