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Pedro Coll

Conflicto de jurisdicciones

Hong Kong, Central District, 2009. Pedro Coll

Hace poco se celebró el Día Mundial de la Fotografía. En el mismo mes de agosto habremos celebrado, además de este, el de la ‘cerveza’ (día 6), el del ‘orgasmo femenino’ que comparte fecha con el del ‘gato’ (día 8), el del ‘biodiesdel’ (día 10) y cito algunos días internacionales más incluidos en agosto, como el del ‘orangután’, el del ‘mosquito’, por cierto, el ‘internauta’ y el ‘hashtag’ también comparten día, el 23, y, por fin, el mes acaba con el día internacional de los ‘afrodescendientes’, el 31.

Si alguien me lo cuenta no me lo creo, pero me he informado en Google.

Ante efeméride de tal trascendencia me vino a la mente un momento especial vivido hace unos años, muy en relación con el tema. Aporto la prueba gráfica.

Lo primero que uno se preguntará al ver esta imagen es cuál de los fotógrafos es el ‘dueño’ de los novios. Por eliminación lo tendremos claro: hay dos que parecen extraídos de un listado de fotógrafos de la agencia Magnum, otro de un geriátrico de los alrededores que había salido a darse un paseo y un cuarto que podría confundirse con un auténtico RoboCop, una maquina de matar.

Pues sí, este último es el ‘dueño’ de los novios, el de la camiseta a rayas que nos da la espalda, armado hasta los dientes, calzado con botas todoterreno e incomprensiblemente subido en una caja naranja, se supone que para estar más alto, pero agachándose para, al final, quedar su visión a la misma altura que sin la caja (¿?). Cosas veredes, amigo Sancho...

Y sigo con las presentaciones, los dos que están de pie son mis colegas, Luis y Gerardo, también estoy yo, que por razones obvias no aparezco en la imagen, y por último ese discreto señor mayor, sin duda ciudadano de Hong Kong, situado a la izquierda, que aprovechó la oportunidad que se le ofrecía para desenfundar su compacta, sin ni tan siquiera levantarse del banco en el que está sentado, y hacer sus propios disparos con pulso firme.

Todo ocurrió por generación espontánea, sin ningún cálculo preestablecido, una escena de western en el que todos a la vez, sin saber bien si para matar o para no morir, desenfundan y disparan. La vorágine duró apenas unos segundos, no se cruzaron palabras, casi ni miradas, no hubo sangre que llegara al río. Una de las características de la fotografía es su aparente inocuidad, no produce sangre cuando dispara.

Para mí, el comportamiento silencioso y oportuno, imprevisto, de este anciano desconocido fue lo más genial, la guinda que convirtió aquel pastel en un todo surreal, que insufló al momento aires de historia de espías en tiempos de Guerra Fría, a lo John le Carré o Graham Greene, sí, la imaginación siempre al poder.

Los novios, ligeramente desorientados ante la situación, muy obedientes, siguieron besándose las veces que el fotógrafo hongkonés, también afectado por nuestro asalto, les pidió que se besaran. Seguimos nuestro camino dejándoles tranquilos, conscientes de haber distraído sólo por segundos su concentración en aquello trascendental que estaba ocupándoles.

Qué cosa misteriosa es la fotografía, cuánto contenido puede encerrar algo en apariencia tan simple. No en vano le han dedicado un día mundial, no va ser menos la fotografía que el orgasmo femenino, el biodiesel, los afrodescendientes o el puto hashtag.

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