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Antonio Papell

Afganistán, una cuestión moral

Un grupo de talibanes armados.

George W. Bush, que acababa de tomar posesión de la presidencia en enero de 2001, decidió responder a los atentados terroristas contra las torres gemelas con un ataque frontal contra el régimen talibán que había dado cobijo y medios a Osama Bin Laden, líder de Al Qaeda. Esgrimió para el ataque el criterio de legítima defensa, y la comunidad internacional se solidarizó con las víctimas y con la iniciativa. Afganistán era en aquel momento un califato islámico en manos del mulá Omar que exportaba terrorismo, y en poco tiempo la operación Libertad duradera, de gran intensidad, provocó la caída del régimen islamista, creando un vacío que los norteamericanos llenaron con algunas elites locales, unas instituciones debilísimas y un gobierno títere que gestionaba la ocupación. Como acaba de decir con descarnada crudeza el propio presidente Biden, USA fue a Afganistán a combatir el terrorismo y no a implantar la democracia. Lo que no se entiende bien es qué hicieron los aliados en el país durante veinte años justos si su objetivo ya se había conseguido en los primeros meses. De hecho, cuando Osama Bin Laden fue eliminado físicamente el 2 de mayo de 2011, una década después de la invasión de Afganistán, con Obama en La Casa Blanca, se encontraba en Pakistán.

Los Estados Unidos tuvieron desde el primer momento el apoyo de la OTAN y de otros aliados tradicionales, por lo que la aventura de Afganistán nos concierne a todos, por más que, al tratarse de una guerra remota, no suscitara demasiado debate en Occidente. Se sabía perfectamente que los Estados Unidos habían puesto gran parte de la acción militar en manos de mercenarios pertenecientes a empresas privadas; que nadie se preocupó demasiado ante la evidencia de que proseguía a toda máquina la producción de opiáceos, con los que Afganistán seguía surtiendo de heroína a todo el mundo en plena guerra; que en consonancia con esta visión prosaica de la realidad, los gobiernos afines a los invasores estaban formados por conocidos corruptos. Aunque las noticias son hasta cierto punto confusas, parece ser que el último presidente de Afganistán, Ashraf Ghani, huyó del país hace apenas nos días con un helicóptero y cuatro automóviles cargados de sacos de dólares en efectivo… Y una parte del tesoro tuvo que quedar en tierra para que no se desestabilizara el helicóptero por exceso de peso.

España formó parte de la coalición que posibilitó esta descabellada aventura de veinte años, en la que el número total de civiles afganos muertos durante estos 20 años a raíz de las actuaciones de los distintos actores llega, según datos de la ONU, a más de 38.000. Amnistía Internacional habla en total de 150.000 muertos entre civiles y militares, de los cuales 60.000 pertenecían a las fuerzas de seguridad de Afganistán. A cambio, hubo una cierta apertura política y social, más aparente que real, que permitió a las mujeres estudiar, trabajar y prescindir del burka, y en que la comunidad lgtbi ya no era lapidada sino simplemente encarcelada. No había democracia pero la informalidad del régimen distaba mucho de la rigidez de los gobiernos religiosos anteriores guiados por la sharia. Rigidez que volverá ahora, sin duda, con toda su intensidad.

El sentido de la dignidad de los gobiernos occidentales, empezando por el norteamericano, está padeciendo intensamente puesto que todos ellos toleran el apremio de los talibanes, que «exigen» que los invasores y sus amigos afganos abandonen el país antes del 31 de agosto, y amenazan con que si se viola este compromiso «habrá consecuencias». La arrogancia de los desharrapados fanáticos parecería intolerable pero no lo es: todo el mundo corre, resignado a que los talibanes asesinen, por supuesto, a los «traidores» que no tengan tiempo de escapar. Pero habrá que ver qué opinarán las opiniones públicas de los países que han intervenido en Afganistán cuando, después de la retirada, empiecen a llegar noticias de los abusos y las tropelías de los islamistas radicales, dispuestos a poner a la mujer «en su sitio», a exterminar a los heterodoxos de cualquier signo, a arrasar cualquier rastro de contaminante modernización, empezando por la peligrosa televisión.

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