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Carol Álvarez

El ‘check-in’ de los placeres culpables

Pensar otra vez en coger un avión para irte de vacaciones a un lugar lejano ha vuelto a nuestras fantasías con toda la fuerza de atracción de lo posible

Cuánto ahorraste hasta el verano. ¿Ahorraste? Estamos de lleno en el mes de la autoindulgencia, ese en que puedes comer helados y pasarte con los fritos, aperitivos y paellas. Ya no hay tiempo matemático para frenar los kilos de una barriga cervecera y los maratones de series de los fines de semana tienen el calendario en modo sesión continua de sábado.

Sigue la pandemia un agosto más, y las restricciones han convertido la vida cotidiana en un día caluroso a la orilla del mar. Lo divertido pasa aguas adentro, pero ojo con las medusas, las piedras del fondo que se clavan, las olas... el verdadero placer es surfear la pandemia como un beach boy en la playa de Bondi, sin neopreno, con la adrenalina sacudiendo tu sien a lametazos de sal fría. Como si fuera el primer día de algo que echas de menos. La cervecita y las tapas de verano son solo un mojarse los pies, quizá un chapuzón rápido sin hundir la cabeza en el mar y saborear el momento.

El auténtico hit de las vacaciones del retorno a los tiempos de antes de la pandemia es volver a planear un viaje en avión a un país lejano. Lo tiene todo. Solo imaginarlo ya es un qué. La maestra total del periodismo de viajes Jenny Diski fue adalid del fantaseo: desde la comodidad del sofá, se jactaba de disfrutar del folleto explicativo y todas las posibilidades que abría la ilusión. Pero también viajaba. En De los intentos de permanecer quieto esta sedentaria extrema y, paradójicamente, escritora de viajes, contó sus aventuras en Nueva Zelanda gracias a una invitación a un festival literario. Se apuntó al plan sin pensarlo mucho. «Echaba de menos sentirme extraña», explica en el libro. Creía que en el anonimato de un lugar desconocido y distante se sentiría realmente en casa. «Cuestión de no tener cerca a nadie a quien le importara lo que hacía y de ir lejos, muy lejos», justificaba. Nueva Zelanda reunía para ella esos requisitos.

Ahora, si estuviera viva, no podría viajar ni a las Antípodas ni a muchos países por las restricciones del covid. El mero hecho de volar a un destino posible implica rellenar formularios, PCR y certificados, amén de provisiones de mascarillas y un concienzudo estudio de las normas del lugar. Igual que antes te informabas de qué países te exigían cubrirte los hombros desnudos, ahora has de aprender horarios de toque de queda y condiciones para entrar en un bar.

Demasiados obstáculos, ¿no? No. Volamos. Mira los aeropuertos. Ahí está, como un imán, «la atracción de lo posible», como la definió Disky, esa ebullición interior que tira de tu voluntad y negocia con tu pepito grillo interior, ese cenizo que llevamos dentro, hasta doblegar todas las reservas. Australia ofrece ya trámites para pedir el visado que te abrirá sus puertas en 2022, pero rellenar uno de sus formularios es lo más parecido a rellenar una quiniela con la ilusión del que piensa ¿Y si me toca?

Podremos también no volar, pero sí soñar con ello. Meses de bloquear deseos, de resignación y hasta de concienciación climática ante la contaminación de los viajes transoceánicos no han podido vencer nuestro espíritu viajero. ¿Es tan terrible desear un asiento con ventanilla, una ensalada de pasta en miniatura, un cambio brutal de temperatura, de paisaje, de cultura, a solo unas horas de vuelo y unos ahorros?

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