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Antonio Papell

USA y China, después de Afganistán

La derrota estrepitosa del régimen proamericano de Afganistán —que ha sido una derrota ocurrida en apenas una semana tras veinte años de adiestrar a un gran ejército de 300.000 hombres para evitar precisamente la vuelta de los talibanes— empezó a fraguarse en tiempos de Trump, un republicano radical introspectivo, partidario de que la gran potencia se encierre sobre sí misma, pero se ha consumado en tiempos de Biden, un demócrata supuestamente intervencionista en el concierto de las naciones, liberal proselitista y defensor de la democracia y de las libertades civiles, enemigo de los totalitarismos y del islamismo radical que ha causado las mayores tragedias terroristas desde la segunda guerra mundial.

No es imaginable que Biden se haya sorprendido por la rápida toma de Kabul por los talibanes mientras la CIA, siempre tan patosa, anunciaba alarmada que el régimen títere establecido por los aliados no duraría ni tres meses… Parece claro que el desenlace de la ocupación aliada se había pactado más o menos explícitamente en los interminables encuentros de Qatar, y que las condiciones eran las que se han constatado: abandono completo de las fuerzas de ocupación a cambio de una actitud moderada de los que retornan al poder, que permita la salida pacífica de los extranjeros y naturales colaboracionistas, y que no escandalice a la opinión pública internacional.

Pero si esta es la actitud del progresismo norteamericano, ¿qué garantías podemos tener los socios de Washington de que la gran potencia amiga, presa de un absentismo creciente incluso entre los históricamente más intervencionistas, cumplirá el Tratado fundacional de la OTAN, incluido el célebre y directo artículo 5: «las Partes acuerdan que un ataque armado contra una o más de ellas, que tenga lugar en Europa o en América del Norte, será considerado como un ataque dirigido contra todas ellas, y en consecuencia, acuerdan que si tal ataque se produce, cada una de ellas, en ejercicio del derecho de legítima defensa individual o colectiva reconocido por el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas, ayudará a la Parte o Partes atacadas, adoptando seguidamente, de forma individual y de acuerdo con las otras Partes, las medidas que juzgue necesarias, incluso el empleo de la fuerza armada, para restablecer la seguridad en la zona del Atlántico Norte».

Cabe imaginar que el ámbito occidental está bien protegido por esta alianza, que es tan moral y política como militar, al margen de que no exista actualmente una amenaza real. Pero ¿qué ocurrirá en otros conflictos locales que se habían mantenido estabilizados gracias a que permanecían de forma más o menos tácita los equilibrios de la Guerra Fría? ¿Qué será de Taiwan, si China se convence de que los Estados Unidos no van a entrar en una guerra por defender la isla? ¿Qué pueden esperar los ciudadanos de Hong Kong, que ya han probado las delicias del integrismo chino, que impone rígidamente los criterios del partido único a una sociedad avanzada que ya había experimentado el modelo de vida británico?

China no ha dado pruebas de voluntad expansionista, salvo en lo referente a Taiwan, que tiene apoyaturas históricas y políticas opinables. Pero no se puede olvidar que el régimen de Pekín no es democrático, por lo que su acatamiento del Derecho Internacional no ofrece garantías. Lo que debería impulsar a los países más poderosos a avanzar en la regulación de la globalización. No se trata de imponer modelos ideológicos, ni siquiera de respaldar tesis lapidarias como la de Fukuyama sobre el fin de la historia, sino de establecer un pacto de convivencia basado en los grandes derechos humanos y en las normas de coexistencia pacífica que ya están en el derecho natural y en el derecho romano.

China representa una amenaza económica que disputa a Occidente su hegemonía, pero ello podrá impedirse —las últimas cifras macro del saldo de la pandemia lo acreditan— mientras China no sea una verdadera democracia y constituya por ello una amenaza imprevisible. Pero en lo político, China es un enigma, y cualquier tentativa de negociar con ella, de pactar en términos estratégicos, debe partir de la transparencia y de la libertad. USA y sus aliados han de desconfiar por sistema de una gran potencia dirigida arbitrariamente desde arriba por un partido único que niega las libertades civiles.

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