Diario de Mallorca

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José Carlos Llop

¿Sin futuro para el pasado?

Se ha paseado por Palma estos días Björn Andrésen, o lo que es lo mismo: se han paseado por la ciudad un hombre con aspecto de solitario del desierto y su lejana sombra, que fue bella y luminosa y se llamó Tadzio en la película de Visconti, Muerte en Venecia, adaptación de la novela homónima de Thomas Mann. Lo trajo a Mallorca el Atlántida Festival de Filmin, pero ya llevamos uno o dos años sabiendo de él a raíz del rodaje del documental que pudo verse aquí estos días y su mutación y vida más o menos triste o sórdida, tras el esplendor de la pantalla a principios de los 70.

Pero antes, mucho antes de volver a ver a quien no es el que fue, ese hombre delgado con aspecto de homeless había sido descubierto por los poetas, que siempre llegan antes: Gilbert Adair y Adam Zagajewski nos habían hablado de su antecesor. Su verdadero modelo –el modelo de Thomas Mann– fue un barón polaco de nombre Wladyslav Moes que deslumbró al escritor alemán y acabó preso en un campo de concentración, sobrevivió al finalizar la II Guerra Mundial con míseros trabajos de traducción y murió tras un periplo de sanatorios y hospitales abarrotados y escasos en higiene. La vida de Andrésen guarda en la desgracia un cierto paralelismo con la de Moes y uno se pregunta por la maldición de los bellos de Visconti. O sea: Helmut Berger y él –Moes aparte, que fue cosa de Mann y el origen de esta historia– y su resurrección en documentales que describen una decadencia cutre tras el esplendor y contradicen el famoso verso de Keats –A thing of beauty is a joy forever– y lo bajan al fango de los hombres.

Pero en el caso de Andrésen hay más. Muerte en Venecia, al menos para bastantes de mi generación, fue una película importante o muy importante. Lo fue desde la consideración estética a la contra de la consideración ideológica. Lo fue en el reconocimiento de la belleza, viniera de donde viniera. Lo fue en el prematuro conocimiento de otra decadencia provocada por el deseo y el enamoramiento, habiendo vislumbrado tan sólo la plenitud. La bellísima Silvana Mangano –recordada por su sensualidad en Arroz amargo–, el joven Tadzio, la ciudad de Venecia, el adagietto de la Quinta de Mahler, la inquietante epidemia de cólera y la risa amenazante del payaso-cantor en El Lido, finalizaban en el rostro desfigurado y desteñido de Von Aschenbach, herido de muerte, mientras contempla la belleza de Tadzio en el atardecer veneciano. Podríamos establecer más paralelismos: las promesas de juventud que se quedan en fantasmagorías o la epidemia de cólera como anuncio de la que padecemos ahora. No sólo: en el fondo no perdonamos la imagen actual de Andrésen porque algo tiene de nuestra propia imagen, lo parezca o no. Los sueños no murieron con Aschenbach en un cine de principios de los 70 y sin embargo están muriendo en estos tiempos, aunque no nos tiñamos el pelo o hayamos olvidado titubear a causa de una emoción.

Andrésen se ha paseado por Palma y lo han fotografiado delante de la catedral y ya no hemos podido pensar en la plaza de San Marcos. Uno se pregunta incluso si no hay cierto espíritu de traición en ese saldar cuentas con el pasado. No porque saldarlas sea malo en sí, sino porque al hacerlo con Visconti y con los cuervos que revolotearon y se arrojaron sobre aquel adolescente que encarnaba la belleza, este hecho ha podido más que la memoria del arte, que es de lo poco que nos salva. Ahí está la traición, por mucha lógica que tenga. De no haber ocurrido, no sabríamos nada de la vida de Andrésen ahora y sólo sería Muerte en Venecia, al verla tantos años después, lo que hablaría de nuestra propia decadencia, o de hasta dónde se aguantan ciertos pasajes viscontinianos. Pero que quien fue Tadzio parezca ahora una figura entre Simeón el Estilita y un secundario de David Lynch, borra en cierto modo con lejía aquello que nosotros fuimos.

Debemos mucho a Muerte en Venecia; más de lo que creemos. Fue una pieza importante del tiempo donde nos formamos, donde nos hicimos. Que el documental sobre Andrésen y los males que le trajo el haber sido protagonista pasivo de la misma pese como lo hace, no es más que una confirmación de aquella deuda. Pero tal vez hubiéramos preferido no pagarla de este modo.

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