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Antonio Papell

Política juvenil

No todos hemos caído en la cuenta de que esta brutal pandemia, que nada tiene que envidiar a las grandes plagas bíblicas del Libro Sagrado, ha sacudido con saña a la humanidad pero, aunque la mayor mortandad ha correspondido a los individuos de mayor edad, más vulnerables al virus y desatendidos sanitariamente en todas partes, el estrato demográfico más claramente perjudicado ha sido el juvenil. Lo ha explicado Enrique Gil Calvo escuetamente en un breve artículo titulado La paradoja de la pandemia: «El impacto social de la pandemia, en términos de empobrecimiento relativo y pérdida de oportunidades vitales, se concentra en la transición juvenil entre la emancipación familiar y la integración adulta. De ahí la paradoja de que los mismos jóvenes que son inmunes a los efectos biológicos del virus sean las principales víctimas de sus efectos sociales».

La juventud entró en la pandemia en el peor momento desde el punto de vista de sus intereses: la primera gran crisis del siglo 2008-2014 generó en España grandes dosis de desigualdad, de la que resultó damnificada sobre todo la juventud, cuya empleabilidad era escandalosamente baja, con tasas de desempleo que superaban el 50%. Rajoy consiguió que remontaran las cifras macroeconómicas, pero el abandono de las políticas sociales dejó en inferioridad de condiciones a los menos dotados, a quienes no habían ingresado en el mercado laboral o lo habían hecho en condiciones muy precarias. Y al llegar la izquierda moderada al gobierno, se abrieron nuevas expectativas para la juventud, entre otras razones porque se ha ido extendiendo en las democracias liberales la convicción creciente de que la lucha por la igualdad engendra productividad y no al contrario.

En esas estábamos cuando llegó la segunda gran crisis del siglo, la sanitaria, la de la covid-19, que no solo obligó al confinamiento de las personas y a la parálisis de las actividades no indispensables sino que paralizó el sistema educativo. Hasta un punto en que puede afirmarse que quienes cursaban sus estudios durante la pandemia saldrán de ella con un déficit objetivo de aprendizaje y capacidad. Nos recomienda Gil Calvo que consultemos los datos europeos comparados del Índice de Desarrollo Juvenil, en el que España siempre figura a la cola en materia de abandono escolar, empleo precario y dependencia familiar; el empeoramiento es objetivable y trágico.

En definitiva, aunque no cabe hablar de ‘generación perdida’ al hablar de los jóvenes que van accediendo a la mayoría de edad, sí puede hablarse de generación altamente damnificada, que ha tenido que sumar a los déficit que ya portaba en la faltriquera los derivados de la pandemia misma. Y por si fuera poca la sobrecarga, la juventud ha visto mermado su prestigio de forma más o menos consciente ya que los jóvenes no solo han sido inmunes a la enfermedad sino que sus frivolidades pueden haber contagiado a sectores de adultos, en ocasiones con resultado trágico. No es difícil de observar por todo esto una cierta criminalización de los jóvenes, a los que se acusa de hacer precisamente lo que se espera de ellos: que se socialicen, que se diviertan, que vivan la vida como hicimos los adultos o como hubiéramos querido hacer al menos. El mal trago ha marcado además psicológicamente a esa juventud que ha tenido que convivir prematuramente con la muerte múltiple, con el dolor colectivo, con el miedo. Como declaraba estos días en la prensa una muchacha, «éramos jóvenes y sanos y ahora tenemos vidas de personas mayores». No han perdido la infancia pero sí un tramo significativo de la juventud.

Afirma con razón Gil Calvo que en este país nunca ha habido una política juvenil, capaz de ayudar a las generaciones emergentes a integrarse en las ya instaladas, a salvar los obstáculos que se oponen a su propia instalación, a no desesperar con las dificultades. Según el INE, el suicidio es la tercera causa de muerte en el grupo de edad de entre los 15 a los 29 años, superado sólo por las causas externas de mortalidad y los tumores, y hay unas 300 muertes al año en ese tramo de edad. La reducción de estas cifras aterradoras podría ser un buen indicador para reconocer si hemos o sabido o no aplicar esta política necesaria.

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