Cuando escucho la expresión «inmunidad de rebaño», me imagino a mí mismo en la periferia de ese rebaño, nunca en su centro. Sería, en fin, de las primeras ovejas a las que se comería el lobo o de los primeros corderos a los que atacaría el virus. Pese a ello, continúo imaginariamente en la periferia. Se lo digo a mi psicoanalista por videollamada (este año no descansa en agosto porque la gente está muy mal), y observo que no me atiende desde su consulta de siempre, sino desde lo que parece la habitación de un hotel. Tal y como ya había calculado, ella me responde preguntándome por qué creo que me gusta más la periferia.
-No estoy seguro de que me guste -digo-, es a lo que estoy acostumbrado.
-Póngame un ejemplo -dice ella.
-Viví durante mi infancia en el extrarradio de Madrid y ahora, de mayor, sigo lejos del centro.
-Del centro del rebaño -aclara ella.
-Los que vivimos en las afueras del rebaño -pienso en voz alta- estamos expuestos al frío y a los lobos. Y al virus.
-Quizá -aventura la terapeuta- le parezca más heroica esa posición que la del que busca la protección del grupo.
-Quizá -concluyo con la impresión de que la estoy aburriendo. Seguro que tiene pacientes de verano con patologías más floridas.
Entonces cambio de tema y le pregunto si se encuentra en un hotel, a lo que estoy seguro de que ella responderá preguntándome por qué pienso eso. En efecto, tras unas décimas de segundo se manifiesta:
- ¿Por qué piensa que estoy en un hotel?
-Por el cuadro del fondo -digo-, que es una marina horrorosa-. Y enseguida añado: -Un hotel de cuatro estrellas venido a menos.
- ¿Le suena de algo la expresión «venido a menos»? -pregunta.
-Claro que me suena -respondo-. Cuando era niño, había en España, como ahora, muchas familias de clase media venidas a menos, la mía entre ellas. Todas vivíamos en la periferia, alejadas de la protección que proporciona la Gran Vía.
-Pues ahí lo tiene -remata ella.
- ¿Qué tengo?
-Una asociación con la que entretenerse.
Y finge que se corta la videollamada.