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Elena González

La otra cara de la fiesta

No quiero imaginar a mi madre consumida en la cama sin las risas de mis hermanas y todas aquellas viejas historias con las que intentábamos llevar un poco de sal y hogar a la desangelada habitación de hospital. O a mi padre, que pasó mi adolescencia entre ingresos y altas hasta que no regresó. A mi marido sin los amigos que nos devolvían la alegría entre goteros y noticias de metástasis y que, en sus hospitalizaciones, dormía siempre aferrado a mi mano por miedo a no despertar. Es monstruoso que tengamos que dejar solas a las personas que queremos cuando son más vulnerables. Negarnos las visitas. Negarles el consuelo. Blindar Can Misses. Supongo que a muchos de los que vienen de vacaciones les importa bien poco o nada la gente de aquí. Han pagado y «tienen derecho» a fiesta, pero lo indignante es que la factura esté recayendo de nuevo en los pacientes de otras patologías, en los que esperan un diagnóstico, cuya tardanza en el caso de los tumores puede ser irremediable, en los que tienen que sobrellevar el día a día medio ciegos por las cataratas, en andador por la cadera, rabiando de dolor... y les demoran la operación. Y creo que, casi dos años después, ya es hora de que Salud deje de relegar sus necesidades en los planes de contingencia, incluyendo por supuesto la de poder tener a alguien junto a ellos en quien apoyarse cuando más frágiles están. Con o sin pandemia, nuestros enfermos nos necesitan a su lado. Basta de sacrificarlos.

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