Para el mes de agosto todo el mundo suele programar las cosas que el curso laboral ha dejado pendientes pese a las holguras de la pandemia. No solo rara vez se cumple el programa sino que a veces ni siquiera se inicia, y me parece saludable que esto ocurra, pues el único descanso verdadero consiste en no verse acechado por obligaciones a fecha fija. Un amigo bastante filósofo, exdevoto de Jung y afín hoy a prácticas de santería, ejercita de forma casi sistemática la procrastinación (o sea, dejar las cosas para otro día) asegurando que así habrá para él un mañana, algo que a partir de una edad está más por ver cada día. El argumento consiste en que esas cosas pendientes tienen su vida en algún plano, y desde él nos sujetan pidiendo lo suyo. Al verme escéptico me dice que pruebe a cumplir con todo lo pendiente y ya veré lo que me pasa. Por si acaso, tengo una nueva razón para no hacerlo.